El verano nos trae cuentos, relatos de estío con los que –se supone– entretener la siesta, la tarde, la playa, cualquier cosa. Vienen anunciados con letras enormes, en titulares de cuerpo henchido, para que el lector –si lo hubiera o hubiese– los vea bien y no se los deje atrás, perdidos entre tanta crónica política, periodismo oficialista, historias de putas, banqueros y corruptos y tarantelas de berlusconis y culturetas del régimen y la subvención. Los cuentos son como el calor: aparecen en los diarios cuando ronda agosto –en ocasiones incluso antes– y desaparecen tan pronto como el otoño nos recuerda que el calendario es algo contra lo que hay que luchar sabiendo de antemano que tenemos perdida la batalla. Con los fríos desaparecen, tal y como llegaron, y vienen las obligaciones, el curso, la escuela y lo doméstico, hirsuto y triste.
Los periódicos nos los venden como un divertimento impreso, una forma de pasar el rato leyendo a escritores con eso que antes se llamaba la firma. La sociedad de consumo, creadora de un sinfín de actividades absurdas, fomenta la lectura sólo durante los periodos estivales, como si fuera cosa pasajera en vez de un alimento constante. Los cuentos además se publican en los periódicos en función de la plana, casi nula, actividad política; eufemismo que viene a denominar el trabajo virtual que los políticos realizan en agosto. Esto es: ninguno. En invierno tampoco es que hagan mucho, por supuesto, pero se les nota menos, entretenidos como están con eso que se llamaba el arte de lo posible, que consiste en ir dejando pasar el tiempo hasta las próximas elecciones.
Los periódicos, que no son sino un reflejo –pálido– de todo esto, dedican espacio a la literatura sólo cuando sale todo lo demás: los engaños, las comisiones, las declaraciones insulsas del baranda de turno o las disquisiciones políticas de esos columnistas que pretenden cambiar el curso de los acontecimientos escribiendo. Vano afán, por supuesto. Luis Landero advertía el otro día de que vamos hacia el culto al hombre, a la persona, al personaje. Hacia el fascismo, en definitiva, con sus loas al líder, su falta de sentido crítico y la canonización de todo lo que sale por los medios de propaganda, ya sean públicos o privados. Interesa el que dice las cosas, no las cosas. El actor importa más que el mensaje. Siendo el periódico un teatro de vanidades, no es de extrañar que los relatos sean vistos en ellos como un mero producto de ocasión y temporada. Es llamativo: los medios están todos los días llenos de cuentos de terror y crimen y no tienen espacio, salvo un mes al año, para los cuentos literarios. A uno, iluso, le gustaría que salieran todos los días.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[8 de agosto de 1994]
Deja una respuesta