La relectura de libros antiguos es uno de esos placeres secretos que, con fidelidad recurrente, practica este articulista. Otros vicios son inconfesables; en cambio, éste puede ser proclamado sin que la reputación –herida ya desde hace tiempo– se vea afectada. Volver a leer las obras literarias que en algún momento nos deslumbraron es un divertimento propio de un rumiante descontento, una forma de escapar a la dictadura de la mesa de novedades, desconfiar de la promoción editorial y huir de la necesidad de estar al día, editorialmente hablando. Digamos que es un valor casi seguro: releyendo te arriesgas quizás a una decepción –no se lee igual un mismo libro– pero es bastante más improbable que te topes con un irremediable desengaño.
La buena literatura es un regalo realmente escaso. Y los clásicos –los particulares, aquellos que cada uno tiene en su biblioteca– garantizan al menos una mínima calidad de página, además de ese extraño ejercicio de releer, junto al libro, los subrayados que hizo aquel tipo que un día fuimos, y que ya no seremos nunca más. En este sentido la relectura es como una reunión de familia con los antecedentes íntimos: nos explican cómo éramos, el momento en el que tomamos determinadas decisiones e, inevitablemente, nos obligan a hacer algún tipo de balance. Dicen que uno sólo es capaz de escribir sobre aquello que realmente se siente. Aplicando la misma regla podemos decir que el verdadero disfrute de la relectura viene de aquellas obras que un día leímos como si no hubiera mañana, porque –entonces– no sabíamos si llegaríamos a alcanzarlo.
Ahora, instalados en ese futuro incierto, nos asombramos de cómo descifrábamos la vida la primera vez que nos topamos con ciertos poemas, devoramos determinadas novelas o aprendimos de los ensayos que han marcado nuestra trayectoria intelectual. La ceremonia del recuerdo nos deja algunas conclusiones. La más importante: los escritores que menos han escrito son aquellos que más poso nos han dejado. Los maestros de la literatura escasa se parecen a los mejores vinos: son tan excepcionales como minoritarios. Hace falta tener mucha personalidad para concebir la creación literaria como un hecho únicamente artístico, ajeno a un mercado que todo lo convierte en mercancía. La genialidad es eso: decir lo necesario y ni una palabra más. Y después, callar para siempre. Dejando a los demás el duelo infinito con el ruido.
Un excelente ejemplo es J. D. Salinger, que además de su famosa novela –El Guardian entre el centeno–, sólo cuenta con tres libros más de relatos. En España, en esta misma división colocaríamos a Luis Martín Santos, con apenas dos novelas. Por supuesto, no nos olvidamos del guatemalteco Monterroso, aunque en su caso la brevedad no es bibliográfica, sino más bien pura economía narrativa. Estos escritores de corta distancia, maestros consumados en el arte de la esgrima, predican con el ejemplo: su obra no se mueve gracias a los retruécanos ni apelan a los sonajeros. Destacan por su simpleza. Es cuestión de sabiduría: los grandes escritores saben perfectamente que la prosa exacta dura mucho más que la que se pierde en florilegios absurdos, cuyo grado de deterioro es mucho mayor. Lo que hoy nos sorprende, mañana puede hacernos bostezar.
La sencillez, en cambio, es un valor eterno. Igual que el silencio, cuyo papel en la extraña partitura de la literatura es equivalente al que juega en el arte de la música. Juan Rulfo, el narrador mexicano, es una de las cumbres de esta literatura de la contención, que hace de lo breve su cualidad principal. Escribió sus libros –la novela Pedro Páramo y unos pocos cuentos, algunos de ellos reunidos en El Llano en llamas– con la misma tensión con la que la vida discurre por su camino, que es el nuestro, nos empuja y nos deja sentados en un rincón del sendero. Ninguno de sus relatos transmite alegría. Las sonrisas de sus criaturas se convierten en hielo ante la tragedia, que los eterniza para siempre. Sus personajes están marcados por un destino inalterable que les susurra al oído: nada puedes hacer para cambiar lo que está escrito. Después de esto, ¿había acaso necesidad de escribir más? ¿Era necesario repetirse? Es indudable que no. Cuando uno desvela el misterio de la existencia no hace falta reiterarlo. La buena literatura acaba con el silencio. Igual que la vida.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[27 junio 1997]
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