La capacidad del teatro para remover conciencias, agitar estómagos y hacernos gritar hasta el desconsuelo han sido glosadas, hace siglos, por los clásicos, y explicadas gracias al abecedario de la dramaturgia más esencial. Que el teatro puede obnubilarnos y ofuscarnos es cosa conocida, pero que también puede hacernos pensar mejor gracias a su extraordinaria capacidad para augurar cuál será nuestro destino es una virtud menos frecuente, más rara que el aceptado beneficio catártico que se le asigna a cualquier pieza puesta sobre las tablas.
La literatura de los textos dramáticos alcanza su cumbre cuando mediante la escenificación del pasado es capaz de explicarnos, a veces mejor que el periodismo, el presente. Es el milagro de la analogía: lo que fue entonces, sigue siendo ahora. Las piezas de Valle Inclán que ha puesto sobre el escenario el Centro Dramático Nacional durante la última semana en el Lope de Vega –Martes de Carnaval en versión de Mario Gas– es un magnífico ejemplo de cómo el arte de Talía permite destruir las caretas del mundo real. Máscaras tan depuradas que, a veces, cuesta diferenciarlas de los rostros cotidianos. Valle Inclán hace un singular teatro del desenmascaramiento. Acaso por eso acostumbra a decirse que sus dramas y esperpentos son irrepresentables: nos parecen tan fieles a la realidad deformada que vivimos todos los días que no representan un artificio. Son puro realismo.
En su teatro hay burla, sátira, drama y risa. Su mundo no es el de ayer, sino el de hoy. Gracias a él se comprende lo poco que hemos cambiado, en el fondo, los españoles en los últimos dos siglos: nos seguimos creyendo bárbaros cuando nunca dejamos de actuar como borregos. La literatura dramática de Valle es deslumbrante, castiza, popular y culta al mismo tiempo. Frente a la moda del teatro corporal, de escenas sin verbo, puramente escénico, dominado por directores que se consideran a sí mismos demiurgos, Valle Inclán muestra con palabras, y sólo con palabras, situaciones y personajes, articulando un ataque frontal contra las dictaduras y el militarismo de la España de su época.
Es la España del XIX, tan parecida a la de nuestros días. Blas de Otero decía que, cuando todo se ha perdido, siempre nos queda la palabra. En el teatro de don Ramón ésta es una ley exacta: sin atrezzo, sin mobiliario, sin escenografías, un actor puede sostener una obra sólo con su voz y un cierto oficio de la dicción. Gracias a las palabras necesarias, que crean mediante el milagroso acto de la enunciación, aparecen sobre las tablas las tabernas, los juzgados, los palacios y los cuarteles de siempre. Cada espacio tiene su propio lenguaje, aunque sean los espacios imaginarios de todos los días.
El habla truculenta del escritor gallego los pone en pie simplemente pronunciando su nombre, con la magia por contacto de la que en su momento habló Jakobson. El mundo metafórico de Valle está tan vivo como el ruido de la calle. Es la España sanguinaria que reclama el honor perdido de sus hazañas fracasadas. Su teatro es guiñolesco porque así es la vida: nunca deja de ser nunca un simple retablo de las maravillas construido a partir de la miseria y la imaginación.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[9 febrero 1996]
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