Remando al viento, que no es cosa fácil, uno termina casi siempre volviendo a los clásicos. En materia de elección literaria la libertad es la única norma que uno está dispuesto no sólo a respetar, sino a pelear con pacífica violencia. Hay quien considera que reincidir en los clásicos es un defecto snob, algo elitista, artificial incluso. Es la idea de quienes creen que todavía quedan ínsulas por descubrir. En literatura está todo dicho. La innovación consiste en decirlo de otra forma. Quien ha leído bien a Cervantes sabe que ninguna de las novedades editoriales, que se suceden en exceso incluso en estos tiempos de carestía, puede superar la inteligencia y la ironía de nuestro novelista mayor.
Los clásicos, lo hemos escrito ya en alguna otra ocasión, y en algún otro sitio, son un valor seguro. Resultan más baratos que las novedades y los riesgos, con ellos, son limitados. Algunos además eran modernos antes que los modernos. Su ediciones de bolsillo son asequibles. Sus viudas no cobran derechos de autor, así que la duda que se nos plantea muchas veces no es qué clásico elegir, sino en qué versión –traducción o edición– hacerlo. Los clásicos no tienen contratos millonarios. Son de todos y de ninguno.
Existen también los clásicos contemporáneos. Diríamos que son los clásicos potenciales. A algunos esta etiqueta les parece un oxímoron. No lo es, aunque ciertamente la definición de lo que debe ser un libro perdurable se antoja un ejercicio difícil de compartir. Lo cual explica que ciertas firmas literarias sean en nuestros días objeto de especulación en el mercado libresco, sobre todo si, como pasa con Cortázar, el talento del escritor sobrevive a su instante postrero y nos deja sus inéditos, listos para su publicación, ordenaditos y con lazo, encerrados en un cajón. Estos son los únicos clásicos que las empresas editoriales consideran rentables: los que aún pueden meter en las casas del común de los mortales sin que éstos se sientan arqueólogos de la literatura ni una extraña momia académica. Los otros, los clásicos de siempre, interesan menos al gran público.
Las editoriales se han rendido ante esta evidencia. Aceptan que sigan encerrados en los foros intelectuales, salvo cuando toca algún centenario. En arte no hay nada más rentable que la memorabilia. Las polémicas sobre los autores clásicos en España son inexistentes. Sólo tenemos homenajes y galardones tardíos. Discutir sobre las obras de referencia de nuestra cultura, que es la occidental, exige leerlas. No siempre ocurre. Polemizar sobre los títulos de actualidad es más cómodo, pero tiene más de postureo que de prestigio. Basta leer los periódicos, que cada vez destinan menos espacio a la cultura, para reparar en la actual patología de crear genios todos los días.
Caballero Bonald dijo el otro día que las polémicas literarias son fecundas, incluso divertidas. Pero nuestra sociedad no se plantean duelos sobre nuestros grandes escritores. Los tenemos presos en un altar, encerrados en el mármol de las estatuas. Se diría que hay pavor a resucitarlos. Quizás porque, en su obra, nos retratan –a todos– mucho peor de lo que creemos ser. Digamos que en España existen escritores místicos –que nadie discute, pero que muy poca gente lee– y escritores físicos, que son los que tratan de mantenerse a flote en el mercado editorial. La construcción de una firma, que no es más la expresión de una personalidad, cada vez se debe más a hechos ajenos a lo literario. Señal de que vamos a peor. Los premios literarios han perdido el oremus que una vez tuvieron.
Hace 30 años se premiaba una obra concreta: un libro, una novela, un poemario. Ahora los galardones se dan a un nombre, con independencia de lo que haya escrito el año en curso. A cierto grupo de nuevos genios esto les viene muy bien. Ellos sólo se leen entre ellos. Se premian entre ellos. Se citan entre ellos. Comparten un éxito creado por su propio sanedrín. Son las temibles capillas literarias, donde antes que escritor debes ser cofrade. La literatura en estos ámbitos es cosa de focos fundidos. No debería extrañar que algunos, poco dados como somos a los ritos sociales, prefiramos quedarnos en casa leyendo a los clásicos a asistir a las puestas en abismo de algunas presentaciones. Los clásicos no tienen nada que demostrar. Y eso, para los lectores, es un extraordinario alivio.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[8 marzo 1996]
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