El mejor método para entender a un poeta es recurrir a la intercesión de sus semejantes: otros poetas. Para desentrañar la obra de Rainer María Rilke (1875-1926), el último gran titán de la poesía moderna en alemán, sirven Borges (un cuarto de siglo posterior en la línea del tiempo) y Novalis, que le antecedió un siglo. El primero dejó escrito en el prólogo de Los conjurados una idea memorable: “Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”. El segundo, en su poema ‘Nostalgia de la muerte’, entona un deseo ancestral: “Loada sea la noche eterna; / sea loado el sueño sin fin. / El día, con su sol, nos calentó, / una larga aflicción nos marchitó. / Dejó ya de atraernos lo lejano, / queremos regresar a la casa del Padre”. Ambas sensaciones forjan la existencia de cualquier ser humano, sea rey o mendigo. La felicidad sin atrio y la certeza, teñida de un vago y temeroso deseo, del momentum postrero del último adiós. Rilke navega entre estas dos orillas en las Elegías de Duino, una honda meditación sobre la trascendencia humana cuya versión maestra en español, al cuidado de Andreu Jaume y Adan Kovacsics, irrumpió hace semanas en las librerías –con notable éxito, puesto que el libro acaba de alcanzar su segunda edición– cuando se cumple un siglo de su gestación, que en realidad data de 1922, aquel annus mirabilis de la literatura moderna.
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