La única ventaja que tienen los escritores que han sido condenados al fuego del infierno es que, al tener que padecer los tormentos de las llamas de la eternidad por culpa de sus pecados, nunca desaparecen por completo y pueden ser objeto de rescate y resurrección; incluso, disfrutar de una restitución que, si no al cielo, los devuelva a un piadoso purgatorio. Uno de los mejores ejemplos de esta rara estirpe es César González Ruano (1903-1965), al que muchos han querido enterrar para siempre en el légamo del olvido pero que, quizás por llevar la contraria, no termina de caer nunca en la desmemoria plena. De una forma u otra, siempre vuelve, ya sea bajo la forma de una biografía –La vida deprisa (Fundación Lara), de Javier Valera, es un ejemplo–, de antología, como Melancolía, mundanidad y belleza (SND Editores), una selección de artículos elaborada por César Abelenda Delgado, o en formato clásico (véase su Baudelaire, incorporado a la colección Austral).
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