Los almendros respiran. Los humanos, resoplamos. No damos para más. Los fríos leves de este invierno sureño han llegado con retraso –en realidad no han llegado todavía– y la Feria del Libro, que se estrena este año en el Prado de San Sebastián, se presenta de improviso, sin avisar. Uno no sabe si es por coincidencia, por conveniencia política –que es lo que me temo que ocurre– o por diplomacia comercial. El caso es que, por lo visto, en Navidades se venden más libros que el resto del año, aunque sigan leyéndose exactamente los mismos: pocos. A pesar de esto, todavía queda bien regalarlos, envolverlos, prestarlos; enviarlos con un tarjeta llena de buenos deseos y protocolo gélido. Felices fiestas and all this stuff.
Parece que los libreros, más que los editores, que en esto hacen la guerra por su cuenta, han preferido montarse su propia fiesta aprovechando estas fechas que a uno siempre le han parecido artificiales, falsas, mentirosas. Altamente peligrosas, por no decir hipócritas. La venta de libros, incluso al peso, no es un negocio próspero. Así que cualquier ocasión es buena para ganarse unas pesetas al calor de una efeméride, aunque ésta no se la crea ni el Dios que, según la teoría oficial, nació justo por estas fechas.
Hace unos años los libreros se quejaron de la ubicación del recinto ferial, que se colocaba junto a la Plaza de España. No lo veían bien. No lo veían claro. No lo veían, sobre todo, rentable. Ahora los trasladan a una zona más céntrica. Está por ver si la gente irá al nuevo jardín construido por los munícipes –con nuestro dinero– donde antes había un erial lleno de albero. El nuevo Prado todavía no está terminado. ¿Se han llevado la Feria del Libro para inaugurarlo antes de tiempo? Pudiera ser. Esto es: es lo más probable. Algunos dirán que es indiferente en qué sitio se monten los tenderetes librescos. Tienen razón: es tan indiferente como el valor que en Sevilla se otorga al lance de los libros.
En esto somos una de las pocas ciudades europeas que no cuenta con un espacio fijo para esta hermosa actividad. Madrid lo tiene, París también. Hasta la más remota provincia bretona goza de un rincón para cobijar las joyas que adoran los bibliófilos. ¿Por qué no Sevilla? Los libros, como los problemas, las depresiones y hasta las mujeres, hay que sacarlos a la calle, embriagarlos con aire, quitarles el polvo y convertirlos en mobiliario urbano. Es lo que hacen todas las urbes civilizadas. Deberían ser como las farolas, los bancos o las papeleras: parte de nuestro paisaje cotidiano.
Es bueno que la literatura salga a la calle porque, en el fondo, procede de la calle, aunque la acumulemos en bibliotecas. Custodiarlos en las milagrosas cuevas que son las librerías de viejo tiene su encanto, no lo negamos, pero es una costumbre finisecular. De final de época. Un libro, sin lectores suficientes, no es más que un objeto. En las últimas ferias a las que he ido he encontrado poca cosa. En Sevilla son excesivamente provincianas. Hace dos o tres años se organizaba incluso hasta un pregón inaugural, como en las verbenas de los pueblos. Lo pronunciaba un vetusto crítico teatral. Resultó insufrible. El vate glosaba sin parar ni contención alguna la grandeza de Sevilla, de la que sólo quedan recuerdos –efímeros– justamente en los libros.
Tras la experiencia, irrepetible, uno paseaba por las casetas a la caza de alguna curiosidad pero sólo encontraba libros sobre una Andalucía que no existe –ni ha existido–, monografías sobre folclore y la habitual bibliografía sobre la Muy Leal y Muy Noble ciudad de María Santísima. Ni libros antiguos, ni volúmenes de ocasión. Sólo libros salidos de la imprenta provincial que llevan demasiados meses ocultos en un almacén. En eso ha quedo la industria de la imprenta en nuestra particular Roma triunfante de ánimo y grandeza. En nada. Igual que el soneto cervantino con estrambote.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[8 diciembre 1995]
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