El cambalache de las fechas siempre es una buena excusa para recordar a escritores y poetas olvidados. Los aniversarios son un buen pretexto para sacar del baúl del olvido a poetas que en su día soñaron con alcanzar la inmortalidad y que tras el paso del tiempo nadie lee si no es por estricta obligación escolar. Nunca dejaron de ser grandes, pero ya no les hacemos caso. Uno de ellos es Rubén Darío Sarmiento. Está en el canon lírico en lengua española, es cierto, pero su obra para algunos se ha convertido en un hermoso anacronismo. Su prosa es prácticamente desconocida. Tampoco se le recuerda como periodista. Su imagen quedó resumida para siempre, y de una sola vez, en la famosa foto que lo inmortaliza como prematuro cónsul de Nicaragua en París.
Gómez de la Serna decía que la palabra no es una etimología, sino un puro milagro. La obra de Darío está llena de palabras fantásticas. Con ellas se inaugura el perfil de la modernidad en español. A pesar de ser un poeta que leían nuestras abuelas, sus libros son absolutamente modernos y contienen metáforas que dotan al español de una gama de matices sorprendentes. El modernismo literario, de entrada, es la rebeldía. “Rechazo el tiempo y la época en que me tocó nacer”, escribió Darío, que descubrió la literatura oral antes que la escrita gracias al hombre de los cuentos, un vagabundo que en León (Nicaragua) contaba historias a cambio de monedas. Iba de pueblo en pueblo, como un juglar, contando sus relatos.
Darío quedó fascinado. Después empezó a leer a los poetas españoles en el colegio y en el liceo, descubrió a Bécquer, perpetró los primeros intentos periodísticos, propios de un diletante, y en su interior se asentó la firme convicción de que la única forma de aprender a escribir es escribiendo. No hay otro camino. Algo más tarde se topó con los padres fundadores: los poetas franceses. Parnasianos, simbolistas y poetes maudits fueron sus lecturas de cabecera. París se convirtió en el destino soñado e imposible. La meca de la poesía. De una forma u otra tenía que irse: marchó a Francia. Llegó en barco una primavera con un santoral de dioses laicos apuntados en una libreta.
Su inmersión en el mundo de la poesía moderna fue oceánica: visitas, misas líricas, divertimentos exóticos, la noche y las mujeres. Todos los ingredientes de un depravado finisecular, aunque estuviéramos ya en el quicio del siglo XX. Llegaron las contradicciones, siempre disimuladas: criticaba a la sociedad burguesa en su obra pero vivía como un marqués, escribía –dicen– por eufonía en vez de por sentido y adoptaba el disfraz de poeta decadente siendo en realidad un hombre inteligente y calculador. Sus primeros libros nos hablan de cisnes y de la decoración de interiores de un mundo cosmopolista, el sueño de la élite de su tiempo. Fue brillante y efímero. El resplandor resultó breve: poco a poco, por debajo de las modas, fue dejando hablar a su propia voz, la perdurable, la eterna: el soliloquio de un hombre que habla al vacío. Los cantos a la desesperanza, que siempre son canciones sobre la vida, nos descubren a un poeta que quiebra su propio mito, traicionándose. Por eso triunfa y pasa a la posteridad.
La semilla de la delación que Darío comete contra sí mismo, o contra la imagen que había empezado a construir con su obra inicial, que es la que ha quedado fijada en el tópico del modernismo, está oculta en su prosa, en los libros menores y los artículos que escribió para el diario argentino La Nación. Su mejor obra, en mi opinión, es un texto de esta estirpe: Los raros. Una galería de escritores periféricos y anómalos publicada en 1896. Ni sus cuentos, algunos excelentes, superan a esta colección de artículos donde, hablando de escritores y literatura, nos deja lo mejor de su producción.
Su autobiografía –que Alianza publicó en un único volumen bajo el título de El oro de Mallorca– es un libro de viaje al interior de un alma que ya estaba destrozada. Como todo deambular vital, quedó a medias. Empezó a escribirla con cuarenta años. ¿Demasiado pronto? Depende de cómo se mire. Hay vidas que son tan ricas en experiencias que a edad temprana uno ya se siente agotado. Para Darío era tarde. El final lo anticipaba en su mejor poema: Lo Fatal. Un soneto perfecto. Cuando sintió la muerte regresó a América. Cansado y melancólico abandonó el mundo una tarde de 1915. Le hicieron unos funerales de prohombre patrio en una joven y pobre república que no ha vuelto a tener un poeta de su talento. Desde entonces está en la historia de la literatura. Inmutable, como un fauno.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[25 de Agosto de 1991]
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