Me jode confesarlo
pero la vida es también un bandoneón
hay quien sostiene que lo toca Dios
pero yo estoy seguro de que es Troilo
ya que Dios apenas toca el arpa
y mal
Mario Benedetti.
El poeta Mario Benedetti, uruguayo de mil días y cien noches, tenía una extraña preferencia por burlar la rotundidad de las letras mayúsculas trastocándolas en minúsculas. En la vida sucede algo parecido: no hay grandes conceptos, sólo personas ordinarias. Esta disidencia versa sobre el exilio, la marcha, la huida. El desplazamiento en cualquiera de sus múltiples variedades. Y viene a cuento ahora que se celebra –es un decir– a Cernuda, a quien en Sevilla se lee mal, casi siempre en clave indígena, y fuera no se le tiene en cuenta todo lo que se debería. Cernuda, por supuesto, es uno de nuestros grandes exiliados. Se marchó –ya sabe ustedes las razones– igual que otros muchos, iniciando con su salida de su ciudad natal –La Muy Ilustre y Leal Doña Hipócrita– un deambular interior, callado, amargo, pero también luminoso, porque nos devolvió, metafísicos ingleses mediante, a un poeta mucho mejor del que se fue.
Al exiliado acostumbra a presentársele como un ser amargado, una suerte de resentido: alguien que ha perdido la línea prefigurada de su vida y al que nadie podrá devolverle ya la juventud o la madurez vivida en tierra extraña. Tonterías. Todo esto, por supuesto, sólo rige en el caso de que se piense que existen las tierras conocidas y las extrañas. O que se crea que la partida, aunque sea voluntaia, es un quebranto, en lugar de la salvación. Ambas cosas suceden sobre todo en las ciudades provincianas, los burgos podridos que se creen urbes singulares, cuando no son sino espacios vulgares que sueñan con haber retenido una nobleza que jamás tuvieron. Hay muchos exilios luminosos. Y otros muy bien aprovechados, donde no funciona ese mito que vincula la tristeza con el espacio perdido. La vida, gracias a Dios, late en todos sitios. Y especialmente en aquellos lugares que elegimos libremente.
Los escritores que viven en primera persona la experiencia del exilio cuentan a veces, por el hecho mismo de su marcha, con una coartada preferente para el éxito. Siempre cabe la posibilidad de poder avanzar donde tu origen es una incógnita y no se padece el peso del pretérito. No siempre funciona este augurio: otras veces el exilio es la puerta del olvido definitivo. “El tiempo pondrá las cosas en su sitio”, era el consuelo de muchos de los que se habían marchado de España a mitad del siglo pasado pensando que bajo otros cielos su talento sería apreciado. Muchos de los que se marchaban engrosaron –en la ciudad que abandonaban– la extraña estirpe de los malditos: esa gente rara que se atrevió a largarse, dejando como herencia el eco del viento y ese misterio ascendente sobre las vidas ajenas que se llama desconocimiento.
La vida no es justa. Y el tiempo es un diablo sin misericordia: muchas vidas de nuestros exiliados literarios cayeron en el saco del olvido en favor de otras cuyos méritos quizás eran más que cuestionables pero formaban parte de la cultura oficial. La que había. O la que era necesario inventarse para que se olvidara que una vez existió otra distinta. Otros, tan sólo por el hecho de marcharse, fueron canonizados en vida, como si la literatura y la disidencia política tuvieran algo que ver. A pesar de estas carambolas en la ruleta infinita del destino, algunos nombres han terminado imponiéndose por derecho propio y sobreviviendo a los ajusticiamientos.
Para nosotros es el caso de Enrique Jardiel Poncela o de Agustín de Foxá, a quienes se ha juzgado durante mucho tiempo de forma severa sin haber sido (casi) leídos. Parecían escritores condenados a morir, dentro de un ataúd, en mitad del desierto. Autores reducidos a un adjetivo (interesado) y rara vez leídos. A otros, mientras tanto, se le erigían estatuas, que es la condena de los que dejan de ser escritores para convertirse en figuras. Las palomas, por fortuna, terminan poniendo las cosas en su sitio. Ahora que se acerca el aniversario del 98 estaría bien que nos dejásemos de una vez de los ajustes de cuentas y nos ocupásemos de leer a los que se fueron y a los que se quedaron y, más allá de lo que a cada uno le deparó el destino, dieron lo mejor de sí mismos en sus libros. La literatura no tiene geografía ni fronteras. Tampoco ideología. Esas sólo son las cosas de los hombres.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[13 junio 1997]
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