A los sesenta años uno ya no cambia. Si encima es un genio, o ha sido tocado por las sutiles manos de la maestría literaria, cualquier cambio de rumbo, de estilo, de pensamiento, resulta una tarea inútil, impensable; un completo imposible. A Umbral, el de las columnas, el intransigente niño mimado de los años de la Transición, nuestro último Larra, le ocurre esto: no puede cambiar aunque quiera. Tampoco está muy claro que quiera. El escritor madrileño es tan tozudo que dudo que haya caído en la cuenta de que su actitud, su carácter y su literatura, construida a partir de su memoria individual de resentido cósmico, requiera un cambio de rumbo, la entrada de aire fresco, una suerte de regeneración. No. Ha terminado convirtiéndose en su propio personaje: un escritor deíctico, el último de la república de las letras españolas. Un snob fustigador. Un genio que se cree todo un genio.
Umbral mete en su pluma miel, hiel, sangre y el despotismo de los terroristas ilustrados. Ahora que cumple los sesenta le han hecho los correspondientes –monográficos– en los periódicos, apelando, como es habitual, a Mortal y rosa, ese bello poema en prosa escrito con el dolor lírico, elegiaco, estremecedor, de la muerte del hijo, que es la muerte del sueño del hombre. Ya está incluso en la colección de clásicos de Cátedra gracias a la versión de García Posada. La revista Ínsula promete un número especial sobre lo umbraliano, adjetivo que denota cuándo el apellido de un escritor lograr rebasar la frontera del tiempo y se inserta, no sin cierto dolor, en la placenta misma del idioma. Esto debe ser, supongo, el éxito sumo. El otro, el inmediato, llegó unos lustros antes. Umbral nunca fue maldito salvo a la hora de la impostación literaria, la consumación, el tránsito hacia esa meta que llamamos Olimpo.
Ya de mayorcito, con las batallas esenciales ganadas, y con la soberbia que trae consigo el éxito vociferado por todos, Umbral no va a cambiar, no. Algunos se lo agradecerán: odiarían que aquel al que llevan leyendo a diario desde hace años, en ese pequeño soneto avant la lettre que es el artículo de periódico, tirase por otro rumbo, en busca de derroteros desconocidos. Mejor lo previsible: un memorialismo que disimula una capacidad de fabulación limitada y que se presta a la construcción detallada del edificio verbal, la arquitectura que se construye y deconstruye en cada folio. Otros, en cambio, nos sentimos decepcionados: Umbral se ha enquistado en su obra, convirtiéndose en un burgués de las letras, una caricatura de sí mismo, lo opuesto a lo que en su día significó: la irrupción de la heterodoxia en los periódicos.
Son posturas enfrentadas. Los aniversarios generan estas cosas. Igual que los premios y los nombramientos honoríficos. Los méritos sociales de un escritor parecen depender últimamente de criterios tan poco literarios como la actualidad, la moda o los lanzamientos editoriales. Ni Umbral se libró de esta trampa saducea que convierte el arte en mercancía. La aceptó sin protestar, quizás por su afán por ir más rápido que el tiempo, más allá, siempre un poco más allá, con su máquina de escribir como metralleta. Dicen los perversos que cuando te nombran académico o los demás comienzan a hacer inventario de tus obras –lo decía Julio Camba, un peligrosísimo irónico– es que estás muerto sin estarlo, agonizando o con el pie en el estribo, como escribió Cervantes. Puede parecer exagerado. Pero la frase tiene razón: uno, que ha sido y es, lector de Umbral desde la adolescencia, ese jardín sin rejas, se maravilla cuando ve al escritor majestuoso que fue convertirse en una pieza de un museo de cera.
Últimamente hasta repite los artículos, defecto que él mismo le censuró con vehemencia agresiva al gran Baroja. Su prosa ha culminado su lento peregrinaje hacia el modelo cerrado, lo previsible, lo efectista. Todo escritor funda su propia tradición. Umbral persiguió la estirpe de Quevedo, Valle-Inclán, Gómez de la Serna. Todo pasa y todo queda, decía Machado. Lo nuestro es pasar. Después de haber desfilado por el camino triunfal, alfombrado para tomar posesión de sus ambiciones, Umbral envejece no sólo en lo físico, sino en lo literario. Sería bueno que, al borde la vejez, nos devolviera de vez en cuando al joven airado que fue.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[2 junio 1995]
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