El calendario oficial destina varios días al asunto de los premios literarios. No se habla de otra cosa en la República de las Letras. De nuevo perdiendo el tiempo. Debe ser inevitable o una suerte de obligación absurda, pero el caso es que el foco del universo literario (local, que no es universo alguno) anda ocupado con el laurel y los galardones, en vez de con los libros. Todo es vanidad en el mundo, al fin y al cabo. La epidemia no obedece sólo al premio planetario –cuya dotación es inversamente proporcional a su calidad–, sino a la designación oficial del preboste de turno para la cita del Nobel, premio del que se han escrito demasiadas cosas, por lo general arbitrarias. Que a uno le den el Nobel viene a ser, según la mayoría de los análisis, como entrar en el Parnaso. Uno siempre ha pensado que el paraíso (de las letras) reside lejos de Estocolmo: las páginas de las obras de nuestro canon particular, propio, individual. El espacio del lector.
Si dejamos de lado el dinero y las estatuillas, el material de los sueños del que (todos) estamos hechos está más cerca del papel que del boato diplomático con el que se celebra (para mayor gloria de la monarquía sueca) la entrega anual de los dioses. No hay mejor reconocimiento que un lector anónimo (pero con nombre) te diga que, al leer un libro tuyo –uno de esos libros raros, como los llamaba Rubén Darío–, ha descubierto en su interior, o a su alrededor, algo en lo que hasta entonces no había reparado. No hay mejor éxito. El Nobel es un premio que a veces elige a perfectos desconocidos o autores menores. Cela es un caso, y no es el peor. Este año la pedrea ha recaído en una poetisa polaca –Wisława Szymborska– que, al parecer, es una devota de la creación (literaria) pura. Sin quitarle méritos, más que su triunfo este año ha sido bastante más interesante la discusión surgida por la presencia entre los candidatos de un personaje ajeno (en apariencia) al mundo de las letras. No debería sorprender a nadie: el Nobel se lo otorgan, sobre todo, a una firma o a una generación (representada por un único nombre) en vez de a un libro, que sería un criterio bastante más exacto y, sobre todo, mucho más justo.
Hay quien dice que lo pertinente es premiar una trayectoria vital en lugar de una obra singular. Uno defiende lo contrario: los premios deberían darse a las obras, no a los escritores. Entre otras razones, porque es difícil encontrar una trayectoria irreprochable, sin titubeos, perfecta. La vida del escritor es un camino como el de Sísifo, pero su herencia son sus libros, no su ritual de perfeccionamiento, que es una cuestión biográfica, más que literaria. ¿Qué fue antes: el libro o el escritor? Doctores tiene la iglesia de las letras, pero lo que está claro es que sin libro no hay escritor, sino escribiente. Hoy día conocemos –no están demasiado lejos– bastantes escritores sin libro. Hay escritores de opúsculos, lo mismo que escritores de folio y medio (los anacrónicos articulistas, en cuya cofradía todavía profesamos) y poetas que escriben un poema en lugar de un poemario. No es resultado del amor posmoderno por la disgregación, sino consecuencia de la falta de sentido del sacrificio que exige la carrera de las letras, donde cada folio en blanco es un comienzo, una agonía, la maravilla del vacío. Entiéndame bien: no es que el culto a la dispersión sea condenable; sencillamente es que un libro, cualquier libro, incluso aquellos más abiertos en su concepción, son obras que requieren orden y seriedad (sobre todo en el caso de las grandes obras de la literatura de humor).
El culto al escritor es una herencia del Romanticismo: el poeta como Dios o como diablo, dependiendo de lo que tocara en cada ocasión. Entre Víctor Hugo o Rimbaud, por poner dos casos concretos. A ambos escritores les ha salvado de la condena del tiempo su obra, no su vida, pero todavía se les adora como personajes singulares. En el caso de Hugo, el culto es imperial. Rimbaud, más inteligente, supo escaparse de la maldición eterna que es una estatua, desapareciendo (siendo finalmente otro) en el cuerno de África. La posmodernidad está en las antípodas del Romanticismo de Byron o Shelley, que en realidad no eran tan modernos. La máxima de entonces –la literatura es el escritor– pervive en nuestros días amparada en la falsedad. No es incierto que hay nombres que son toda una literatura: García Márquez, Neruda, Lorca. Pero es el caso de los elegidos, no de la mayoría del rebaño. Sería imposible dar un Nobel a los verdaderamente grandes: terminaríamos demasiado pronto o necesitaríamos que las entregas, en vez de anuales, fueran cada decenio. Que este año haya dado más que hablar la candidatura oficial de Dylan (Bob) al máximo galardón de las Letras es muestra de todos estos vicios: el culto a la fama antes que a la obra; la firma, en vez del libro.
Dylan merecería el Nobel quizás con mayores méritos que muchos de los poetas ignotos que de vez en cuando lo disfrutan. La cuestión no es su talento –indiscutible– sino los motivos por los que ha entrado dentro de la baraja de los candidatos. La poesía comenzó siendo un arte oral, cantado, del viento. Y Dylan representa, en los tiempos modernos, este origen popular del arte de la palabra. El poeta de Minnesota ha reflejado en sus canciones la incertidumbre, el caos, la inseguridad, la individualidad de los verdaderamente sabios y un sinfín de sentimientos universales. La lástima es que algunos, en vez de por estos logros, lo propongan por haber sido el portavoz de una generación que –como todas– quiso cambiar el mundo y terminó siendo transformado por el espanto de la realidad.
Dylan nunca ha escrito un libro en sentido estricto: su novela Tarántula fue un experimento dadaísta; sus memorias, magníficas, el testimonio del mito desde dentro. Lo que sí ha escrito son miles de versos que todos los días nos enseñan algo de la existencia. Que su nombre signifique algo, viene a ser lo de menos. Lo de más es que cumple a rajatabla la norma de los creadores excepcionales: preocuparse más de su obra que de su persona. Dylan fue un santo laico a su pesar. Su canonización siempre le ha hecho gracia, cuando no ha sido motivo de sucesivos infiernos –la excesiva exposición pública, por ejemplo– que cualquier artista sabe que es una muerte en vida. Dylan se ha burlado de sus adoradores y ha escupido a sus fieles. Ha seguido su propio camino sin importarle que nadie lo siguiera. Por eso es tan grande: por impertinente. Lleva décadas contándonos las historias que, antes de formar parte de los cancioneros, suceden como él las ha compuesto. No conspira. No participa en justas literarias. Es un poeta sin libro. Sus canciones merecen el Nobel más que su personaje. Y disfrutaría más que nadie la irónica broma de ponerse el esmoquin sin ir a Estocolmo.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[8 noviembre 1996]
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