El destino tiene una forma irónica, que a veces se torna burlesca, de deformar nuestra huella sobre el mundo para reemplazarla por esa convención ajena que llamamos posteridad. En el caso de Stefan Zweig (1881-1942) su formulación puede resumirse así: el mejor autor de biografías de la época moderna nunca pudo escribir la suya. Son otros quienes han tenido que encargarse de esta tarea. Cabe imaginar, sin embargo, que la trágica muerte del escritor, su suicidio en Petrópolis (junto a su esposa Lotte), tras llorar la irreparable pérdida de la mejor estampa de la historia de Europa, sumido en un exilio amargo, al cabo, quizás fuera una manera de facilitarle el trabajo a sus herederos. Matarse cierra –sin remedio– el desenlace de su autorretrato, cuyo comienzo quedó antes fijado por el lugar y el año de nacimiento. La dificultad de biografiar a Zweig consiste en cómo narrar su entretiempo: los años felices de Viena, la lepra de los totalitarismos, la huida, los días (sin noches) de trabajo titánico y escritura.
Las Disidencias en Letra Global.