Alternar poesía y prosa en un mismo libro es –dicen algunos– un suicidio. Julio Cortázar, por tanto, debió ser un tipo con vocación de difunto que insistía en buscar el fondo del abismo, porque nunca dejó de hacerlo. En uno de sus textos menos conocidos –Salvo el crepúsculo– mezcla ambos códigos y, como acostumbra, sale triunfante, sin aparentar esfuerzo alguno. Advertencia rápida para osados: no es un libro fácil. Cortázar no ha sido nunca un escritor de mayorías: es amable con sus lectores pero los obliga a ascender una montaña por un itinerario que nunca es la línea recta. Las digresiones le sirven para demostrar su extraordinario domino del lenguaje –del acervo, como le llaman en el Río de la Plata– y ensayar el pulso sin límites con el que escribió hasta que una leucemia provocada por una transfusión equivocada nos dejó sin él y sin el frenillo con el que hablaba en el mismo francés de Baudelaire, traductor de su admiradísimo Poe, a quien también interpretó a su manera.
Salvo el crepúsculo es un libro de confesiones íntimas: Cortázar cuenta en él cómo, de pequeño, empezó a perderle el miedo a la máquina retórica que es el lenguaje que todos hemos heredado. Tras la falta de respeto llegó el placer prohibido: tensar el arco del idioma, probar sus vibraciones, emborracharse con las palabras. Todas estas sensaciones están esbozadas en esta miscelánea donde se recogen desde poemas juveniles asombrosamente maduros a prosas llenas de lírica sonámbula, renglones en los que reta a quien le lee –a él mismo, en realidad, porque son textos privados– a cazarle. Es imposible.
Ciertas calles de Buenos Aires, las tardes vacías como maestro rural en las provincias del Noroeste, Louis Amstrong, Charlie Parker, los cuadernos de París, las anotaciones de viajes, Nairobi, sonetos sueltos escritos dentro de una tormenta de calor, el perfume de la fonética femenina, lápices rotos por mordiscos, citas. Salvo el crepúsculo es la suma de elementos azarosos, vertebrados por el discurso de un escritor que evoca una vida que ya no se repetirá igual. Deseos y fobias aparecen bajo un ropaje literario que es una armadura. La verdadera sinceridad funciona gracias a esta paradoja: quien se confiesa se hace más fuerte porque deja atrás una carga. La vida, a fin de cuentas, es un trauma. Una guerra con uno mismo.
Cortázar pensaba –y con razón– que no existen fronteras genéricas y que poesía y prosa vienen a ser lo mismo. Algo parecido decía Borges que creía R. L. Stevenson. Por eso los versos de Cortázar están llenos de prosaísmo, coloquialismo, sencillez, desnudez suma. Son naturales: hablan de la forma más sincera que pueden, aunque en este proceso engañen de a ratos –como él diría– para que el poeta pueda dormir tranquilo. A veces el monólogo se convierte en un diálogo machadiano en el que quienes hablan forman una suma de pronombres que muestran a un sujeto fragmentario, esencialmente posmoderno. Con su voz de tumba, leyendo sus poemas, Cortázar grabó un disco que hace siglos escuché en una buhardilla donde me refugiaba del suelo, en busca del fuego. Era una grabación pirata, un bootleg, una reliquia. De uno de sus infinitos surcos salía su voz:
“Nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y a veces reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles. No aceptar otro orden que el de las afinidades, otra cronología que la del corazón, otro horario que el de los encuentros a deshoras, los verdaderos”.
No se me ocurre mejor manifiesto vital en este mundo lleno de ruido, furia, locura y sangre.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[25 agosto 1995]
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