Te despiertas y te encuentras con el vacío. Debes llenarlo. Tienes donde elegir: puedes leer, dejarte caer por el mercado, tomar el sol en un parque sucio, maldecir a los vecinos o preguntarte a quién diablos te toca atracar hoy. La crisis nos ha convertido a todos en asaltantes de caminos: salimos a la calle como tiburones pacíficos en busca de un alimento llamado porvenir que la realidad insiste en negarnos. Es lo propio de estos tiempos mezquinos: los hombres buenos se convierten en santos; los malos, en miserables. Hay gente que incluso vuelve a creer en Dios. Pero nadie puede huir infinitamente del destino ni del tiempo: cuando las cosas se ponen difíciles el índice de la moral propia se relaja, las normas se relativizan y empiezas a ver a esa gente que, mirando al suelo y con cara de beato, te dice que te va a asesinar dentro de un rato, pero que no es nada personal. Ni siquiera son ya negocios, sino supervivencia. O caes tú o los tumban a ellos.
Andalucía
El mundo es ‘ansí’
Fernando Savater, el filósofo, escribió una vez que la enseñanza es inútil si no existe una verdad cierta que transmitir, si todo es más o menos verdad, o si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir –racionalmente– entre tanta diversidad de opiniones. Parece cierto: las jerarquías intelectuales existen aunque la mal entendida política de igualdad a veces insista en confundir las oportunidades con los resultados. No son lo mismo. Todos deberíamos tener en nuestra vida las mismas opciones, pero el resultado de nuestras hazañas dependerá de cómo seamos y del azar, la máquina que mueve el tiempo.
Delirio en la Padania
La tribu catalana, beligerante por tradición histórica, igual que los galos, ha salido a la calle para exigir su independencia –el derecho a decidir debe parecerles a estas alturas poca cosa– con tanto éxito de público como falta de delicadeza hacia el resto de los indígenas patrios, que estamos perplejos por la espontánea capacidad para mover masas de la sociedad civil catalana. Aunque, más que civil, se nos antoja como un ejército vestido de amarillo y rojo, militante –en el soberanismo, al menos– y animado sin rubor alguno por los múltiples minifundios de la Administración catalana, que en estas cosas de la identidad, sobre todo si es de índole presupuestaria –todos cobran del mismo sitio–, no difiere en demasía de las costumbres de las repúblicas más meridionales, como la nuestra.
Gobierno abierto, listas cerradas
Jardiel Poncela, uno de los escasos escritores españoles del teatro del absurdo, decía que los políticos son como los cines de barrio: te hacen entrar en la sala y después te cambian el programa sin avisar. Algo de esto hay, porque el creciente hastío de la ciudadanía con la democracia representativa en la que todavía sobrevivimos no deja de aumentar. Los ciudadanos, sean digitales o analógicos, como se dice ahora, son víctimas de un spleen bastante similar al que Baudelaire convirtió en obra de arte y que, en el siglo XVIII, hacía que los jóvenes de la aristocracia inglesa se suicidaran sin más motivo aparente que la decepción espiritual. Una muerte romántica y terrible, con trazos de decadencia.
El espectáculo de los humores
“La vida es corta, el camino del arte largo, el instante fugaz, la experiencia engañosa y el discernimiento problemático”. La frase se atribuye a Hipócrates, el padre de la medicina antigua. Sostenía este pensador griego –en Atenas a los médicos se los llamaba físicos, cosa que no han dejado de ser nunca– que el comportamiento de las personas depende de los líquidos que tengan en el interior del cuerpo; la vasija donde se mezcla la vida, que, como tantas otras cosas, es una cuestión de proporciones donde el exceso puede ser tan perjudicial como la carestía. Según esta tesis, que después desarrolló Teofrasto, los individuos nos diferenciamos por nuestro carácter, cuya fórmula exacta depende de la mayor o menor cantidad de cuatro sustancias: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. La presencia o ausencia de estos elementos permitió construir una singular teoría sobre los temperamentos humanos cuya vigencia duró hasta el siglo XIX, cuando la medicina moderna comenzó a convertirse en una disciplina científica. Entre otras cosas era la razón por la que los curanderos aplicaban a cualquier mal la misma receta: sangrías constantes.