Las brújulas nos engañan. Los puntos cardinales mudan de sitio y lugar. Depende de dónde estés exactamente y, sobre todo, del tiempo. De la relatividad. Por eso los espacios que hoy nos parecen el centro del orbe, el lugar donde se concentran las fuerzas telúricas del mundo moderno, pueden estar, o haber sido, apenas un sucio paraje lleno de rocas, agua y vegetación triste. Ante tal descubrimiento nos sucede como a Borges con la ciudad de Buenos Aires: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. A Nueva York le pasa algo parecido. Nos parece que siempre estuvo ahí, en el Noreste del continente americano, rotunda y eterna. Y sin embargo hubo un tiempo en el que aquella isla, donde después se han ido cruzado buena parte de las historias, grandes y pequeñas, que explican el pasado siglo XX, fue un yermo paisaje azotado por un viento tosco, duro, sin perspectivas.
Literatura
La forja secreta del diablo
“No temo nada ni quiero nada». Las renuncias nos convierten en seres indestructibles. Hunter S. Thompson (Louisville, Kentucky, 1937-Woody Creek, Colorado, 2005) escribió esto a una amiga en 1958. Empezaba a ser consciente de la dureza del oficio de escritor, que entonces se diferenciaba muy poco del periodismo. Ambos consisten en lo mismo: sentarse ante el folio y dejar que fluya el interior. Si tienes talento serás una referencia. Pero si sólo eres “un cagatintas” puedes ir y apuntarte al club de los rotarios, uno de los poderes fácticos que, según él, condicionaban el periodismo norteamericano. La suya siempre fue una senda alternativa, mayormente tremendista.
Baltimore: el final del sueño americano
Lo primero que hay que hacer, si se quiere sobrevivir, es aprender a pisar el suelo que está bajo tus pies. Patear las calles. Mirar correctamente hacia determinadas esquinas oscuras. Todo lo demás viene solo: ver, escuchar, ser capaz de reproducir con cierto grado de verosimilitud la vida real –cazar al vuelo algunos diálogos, revivir ciertas puestas en escena, experimentar algunos desengaños– y esperar. Sobre todo esperar. Todo el rato. El tiempo y los detalles secundarios son los que dan solidez a los buenos relatos. Si el periodismo, este oficio tan noble y tan en cuestión, tiene algún futuro no está ya –quizás– en los diarios impresos, ni siquiera en las tabletas tecnológicas que nos vende Steve Jobs. Está en los libros. Un formato secular –los hijos de Gutenberg– que todavía es perfecto. E imbatible.
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Postales del Hotel Suicidio
El tono es confesional. Sincero. “Me resulta difícil encontrar héroes a estas alturas, así que tengo que crear mi propio héroe: yo mismo”. La escritura lírica y obstinadamente autobiográfica, desprovista de aderezos, de Charles Henry Bukowski Jr (Andernach; 1920-Los Ángeles; 1994) ha resistido el paso del tiempo –empezó a escribir en los lejanos años cuarenta; hace casi siete décadas– con una energía que sólo es comparable a la de los clásicos prematuros. Aquellos que lo son mucho antes de que casi nadie les otorgue dicha condición. Esta fortaleza es la mejor muestra de que, en la tarea autoimpuesta de configurar a su propio personaje, de crear un asidero al que poder agarrarse, el escritor norteamericano logró una enorme victoria: articular un alias –él mismo– suficientemente consistente para superar, al menos de forma aparente, el generoso alud de traumas con los que creció y se educó en los duros años de la depresión económica en Los Ángeles, donde tienen sede algunas de las numerosas embajadas del reverso del sueño americano, convertido hace tiempo en pesadilla.
Las edades sucesivas de MVM
Los periodistas somos como los trapecistas: hijos de lo efímero, además de (según algunos) resultado directo de otras maternidades no siempre nobles. A decir verdad, en este oficio existen dos estirpes: la de quienes no dejan jamás de jugar sobre la fragilidad del alambre –el buen periodismo requiere una extraña mezcla de prudencia y riesgo, sobre todo en tu propia casa– y aquellos que antes de poner una letra delante de otra prefieren curarse en salud y caminar por el sendero convenido, tan ajeno como inofensivo. Por si acaso. Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona 1939-Bangkok 2003) era de los primeros. Y procuró a lo largo de su dilatada trayectoria –cuatro décadas estuvo escribiendo en prensa– no llegar nunca a parecerse a los segundos, a los que quizás otorgarles la condición de periodistas sea un acto de benevolencia.
