Algunas mujeres son como paraísos turbios. Nunca se saben si son una salvación o una condena. Hay mujeres que uno intuye pero no comprende. Féminas a las que se ama por su capacidad para apaciguar ese sonajero que todos llevamos dentro y todavía llamamos alma. De lo femenino existen tratados y abundante literatura –más o menos galante– que ciertos hombres, enamorados o desengañados, que viene a ser lo mismo, porque ambas cosas son preludios sucesivos, han ido escribiendo a lo largo de la historia. También lo han hecho, por supuesto, las propias mujeres. Pero, al igual que los mejores retratos sobre lo masculino proceden de su anverso, el dibujo de lo femenino adquiere un color diferencial cuando lo firma un escritor en vez de una escritora. Son cosas que ocurren: uno no puede decirlo todo de uno mismo sin faltar, en algún momento, a la verdad.
Alguien dijo en algún sitio que el verdadero trabajo de un escritor consiste en contar una historia de amor. El Quijote, por ejemplo, es eso. Sólo es cierto en parte: la muerte es el otro gran tema de la literatura; un enamoramiento de la Parca con nuestra propia persona. De cualquier forma, sobran los ejemplos para sustentar la teoría: el origen de un libro puede ser el amor que despierta una mujer concreta o un amor indeterminado, irreal, que precisamente por su indefinición entra enseguida en el territorio de lo mítico. En la primera categoría podíamos incluir a la Pepita Jiménez de Valera, el mejor estilista del realismo español. En la segunda, a la Rayuela de Cortázar, que es la crónica de la Maga, la mujer más femenina que existe en el mundo de las novelas por no ser ninguna mujer en concreto y todas a la vez.
La Maga es la criatura con la que todos los hombres hemos soñado en algún momento. Un ser al que no importa dedicar todo el libro de las horas de nuestra vida terrestre, que es la única que tenemos. En cierto sentido, siempre se ama en contra de algo: principalmente, de las buenas costumbres, que han inventado el matrimonio para oficializar los sentimientos. También se hace por otras necesidades, mayormente primarias: ahuyentar la soledad, esa amiga eterna; huir del aburrimiento o la rutina de los días. Un amor marcado por la necesidad es tan humano como el amor desinteresado. Ambas son debilidades de la carne. Todo enamoramiento, en el fondo, es una suerte de obsesión. Cuando es enfermiza obliga a acudir a ciertas citas de madrugada. Un libro, de otra forma, también lo es: un encaprichamiento por un estilo, una historia o una prosa. Escribir se parece mucho a enamorarse y desengañarse en el mismo acto. Es una tarea en la que se disfruta y se sufre.
La historia de un escritor con su propio libro tiene algo de historia de amor, por lo general fallido. Algún poeta –ando hoy corto de memoria– señaló que la línea entre el amor y el odio es tenue. Quizás por eso los amores que se creen eternos devienen demasiadas veces en frustraciones trágicas. Cortázar escribió un relato –Tango de vuelta– donde se narra una de ellas: la venganza de un amante despechado que, incapaz de entender que no hay nada más efímero que la pasión, reproduce una de esas viejas historias de venganzas que cantan las milongas del Río de la Plata. En apariencia, pretende defender su honra: en realidad, intenta calmar con sangre la urgencia del desamor. Su amada muere en sus brazos. Su desaparición, además de cruel, no soluciona nada. El malevo no comete un asesinato de género, sino de ignorancia: las mujeres son las únicas que pueden curarnos de nosotros mismos.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[20 diciembre 1996]
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