Tiempos modernos, tiempos de sátira. Los medios, el dinero, la mierda del dinero, el dinero de mierda, los columnistas, los patronos, los tertulianos de las ondas, los sindicatos, el Rey, la Corona y el Vaticano. Todos se merecen –nos merecemos– una sátira, el único género literario que hoy en día, época de derrumbes, puede salvarnos in extremis de la locura cotidiana. La sensación no es nueva. Ya la enunció Max Estella en Luces de Bohemia: “El suicidio colectivo”. Nadie le entendió.
La novela todavía sigue siendo el género más comercial, el cuento continúa valorándose poco y de la poesía más vale no hablar. Un lujo para minorías. Lo único que recibimos todos los días en exceso son las habituales pontificaciones mañaneras –unitarias y comunitarias– para que las masas, eso que algunos llaman el pueblo, se dejen adocenar con mensajes de parvulario, sin sintaxis y sin fondo. Política, política, política. Igual que los propagandistas del fascismo, los ayatolás a sueldo nos adoctrinan todos los días y sueñan con transformarnos en contribuyentes obedientes en su beneficio.
La teoría literaria define los ingredientes de la sátira: ingenio, un poco de contradicción, reducción al absurdo, amplio aparato de deformación verbal y mala leche. Si puede ser feroz, tanto mejor. Todos éstos son los elementos necesarios para retratar los aguafuertes goyescos del mundo real, que es el que se esconde detrás de los anuncios. Ventas, comercio, capital. Compre una vivienda y págela durante toda su vida. Hipoteque su sueldo y su libertad por un nicho compartido. La felicidad es la sagrada propiedad.
El maestro mayor del género satírico en español es, quién lo duda, don Francisco de Quevedo, que nunca ha tenido descendencia digna de tal nombre. En sus crueles caricaturas sobre la España del Siglo de Oro, sección decadencia inminente, palpita la vida como un insulto repentino. Nos hacen reír y, sin pausa, llorar al ver qué poco hemos cambiado desde entonces. Hobbes escribió que el hombre es un lobo para el hombre. Nunca ha sido más cierto que ahora: paro, desesperación, contratos por horas, salarios de miseria, despidos colectivos, carestía e incertidumbre. La esquina de la pobreza asomando por el horizonte.
Los políticos nos hablan, pero su lenguaje es asemántico y repetitivo. Vacío. Está desfondado, como las esperanzas de tantísima gente, esa infinita multitud a la que cantó Neruda y a la que están ajusticiando en nombre del déficit. Tan rendidos estamos frente a las cosas que ni siquiera al sentarnos a escribir somos capaces de armar una sátira que explique –y nos explique– nuestros días. Para aprender a hacerlo debemos volver a los clásicos, que escribieron de su momento y, al mismo tiempo, de la hora de todos. De esa eternidad cíclica que es la vida de los hombres. La educación se ha rendido hace tiempo, el futuro no existe y la literatura ha olvidado el género maestro que cuenta nuestra degeneración como especie terrestre.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[22 de agosto de 1994]
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