De vez en cuando la vida nos gasta una broma y nos devuelve de golpe al tiempo de las alergias y los veranos infinitos. A la infancia, esa niñez que todavía, en contra de nuestra voluntad, aún llevamos dentro. De esos años pretéritos los recuerdos empiezan ya a ser vagos, efímeros, imposibles. Supongo que éste es uno de los síntomas de que nuestra memoria, castigada durante años con tareas absurdas, comienza a fallar. O quizás sea sólo selección natural: nuestra mente olvida lo malo y retiene con avaricia los buenos recuerdos. La memoria de los niños que fuimos para algunos es un refugio diminuto donde cobijarse ante el miedo, el espanto, de crecer. Uno siempre ha pensado que a la infancia, como dice una canción de Serrat, la mata el tiempo y la ausencia, pero de repente la vida te descubre momentos en los que vuelves a ser sólo tu nombre de pila, sin el peso de tus apellidos, que resumen tu historia familiar, esa historia que en realidad no te pertenece, porque es fruto de gestas o fracasos ajenos, y tú sólo tienes los tuyos, que son de los que debes sentirte orgulloso o decepcionado.
Infancias tristes. Llenas de inseguridades, crueldad, invisibilidad. Uno no sabe quién es ni qué diablos hace en este mundo. Con los años estas dudas no se despejan del todo, pero al menos se intuye que la vida consiste en descubrirlo, sin dejar de caminar mirando hacia el horizonte. Con el paso del tiempo, a qué hacer y a dónde ir se añade una tercera incógnita: con quién. Es el amor, preámbulo del desengaño. De joven uno pierde mucho tiempo pensando en todas estas cosas. Bien entrada la madurez se descubre que no sirve de nada hacerlo. Se gastan horas y energía vital, que es un líquido intangible, precioso, limitado. De niño no pensamos más que en nosotros mismos. Es una enfermedad temporal que se cura con el tiempo, aunque siempre existe gente que toda la vida continuará siendo tan egoísta como cuando llevaban pantalones cortos. Para algunos este pasado es el ancla de toda su existencia. Es natural cuando uno está haciéndose como individuo. Más preocupante es seguir preso de este bucle perpetuo a partir de cierta edad, cuando ya debería haberse aprendido que el lujo de vivir consiste en saber alternar el amor con la melancolía.
El mayor hallazgo de la niñez es cuando uno entiende que es un ser individual, exento, solitario. Diferente a los demás. Ajeno a la horda a la que te adscriben. Buscar la aprobación de los padres o los compañeros es una aspiración fútil. No importa mucho lo que los demás piensen de nosotros porque no piensan mucho en nosotros, sino en ellos. Cuando se aprende esta lección ya se está preparado para la odisea de intentar ser libre. De dibujar tu vida con tus propios tonos. La existencia se parece entonces al método que sigue un pintor cuando matiza un cuadro falto de color, limitado aún a las líneas de los rostros, los contornos de las figuras y el perímetro de la escena. Todos somos pintores de nosotros mismos. Dibujamos nuestro pasado en ese lienzo. Y lo hacemos para poder averiguar en quiénes diablos nos hemos convertido muchas décadas después de haber muerto como niños.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[4 abril 1997]
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