Hay héroes destinados a ocupar un pedestal. Y otros que jamás disfrutarán de reconocimiento alguno, salvo que se trate de la fría medalla del olvido. Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897) fue uno de ellos. Sólo era un periodista. Sevillano cosmopolita, además. Dedicó toda su vida a una cosa: ejercer su oficio sin otra cortapisa que la que en cada momento le dictaba su conciencia. Pagó por su elección personal todos los precios posibles: zancadillas, menosprecio, violencia, exilio y ese purgatorio que podríamos llamar el vacío de la posteridad. Quizás por eso entendiera tan bien el sentido del honor de otros personajes que, en medio del marasmo de la Guerra Civil, sin reparar demasiado en las cuestiones ideológicas, que en las trincheras pasan pronto a un segundo plano (la cuestión esencial se reduce entonces a tratar de sobrevivir a la locura), intentaron hacer lo mismo que él: cumplir con lo que estimaban que era su obligación. Nada más. Nada menos.
En el caso de Chaves Nogales, recuperado para la literatura española gracias al trabajo de investigación de María Isabel Cintas, que desde hace lustros se ha dedicado a resucitar de las hemerotecas toda su obra narrativa y periodística, esta obsesión por contar la historia en minúsculas –que en realidad es la que explica las mayúsculas de los libros académicos– brota de forma sorprendente en los dos magníficos libros que la colección Espuela de Plata –etiqueta del sello Renacimiento– ha sacado al mercado. El primer volumen recoge los reportajes que Chaves escribió sobre la defensa de Madrid. El segundo reúne los trabajos de análisis que el sevillano escribió entre 1936 y 1939.
En ellos explica con una clarividencia excepcional, fruto del conocimiento de los hechos de primera mano, cómo el conflicto que desangró España en los años treinta del pasado siglo, y cuya consecuencia funesta fue el posterior régimen de terror, prolongado cuatro décadas más, obedeció a un cúmulo de circunstancias subyacentes en la política española frente a las que todas las banderas y argumentos de los vencedores –el nacionalismo español, la prevención ante el marxismo, la defensa del tradicionalismo– fueron desbaratados de golpe por la rotunda fuerza de los hechos, cuando se vio claramente que la rebelión que se adjudicó la misión de salvar al país de la degeneración bolchevique se convirtió en una réplica, más chusca pero igual de cruel, de los totalitarismos italiano y alemán.
La visión de Chaves Nogales de la tragedia civil española es profundamente sobria. Equidistante además de las dos fuerzas en disputa, pero en absoluto neutral. La realidad a la que se enfrentaba no lo era. Difícilmente podía serlo quien pretendiera relatarla. En su narración no aparecen buenos ni malos, sino víctimas y verdugos en ambas orillas. Sus artículos, igual que los escritos de George Orwell, postulan, con independencia de los mensajes oficiales de uno y otro bando, que en el fondo de aquella sangrienta querella no latía más que la voluntad de dominación del prójimo y la obsesión por aniquilar el principal valor político del liberalismo: la democracia. Chaves, como buen periodista, jamás hace política. No manipula. Relata. Cuenta lo que ve, lo analiza y deja que el lector saque sus conclusiones.
El cuadro que nos enseña es pavoroso y, al mismo tiempo, lírico, como las flores de un estercolero: la irracional pulsión de odio que termina engrendrando muerte y destrucción; y también el humilde heroísmo de quienes, sabiéndose derrotados de antemano, deciden pelear por principios personales e individuales, opuestos a los dogmas de los contendientes, para los que cualquier individuo sencillamente era una molestia. Alguien al que exterminar. Donde mejor se refleja esta voluntad de contar los hechos que verdaderamente hacen la historia, y que siempre están debajo del relato oficial, es en el libro sobre La defensa de Madrid. Escrito en París en 1938, primera estación del exilio del periodista, fue publicado en inglés en el diario Evening Standard y, en español, en la revista mexicana Sucesos para todos. Doce entregas del mejor nuevo periodismo antes de que los escritores norteamericanos se apropiaran de este nombre.
En el libro, que se lee como una novela, aparecen todas las razones del drama. Cosas diminutas, secundarias. Los detalles: un ejército (rojo) en el que las virtudes militares eran consideradas delitos y un Gobierno (el de Largo Caballero) que abandona Madrid a su suerte dejando al cargo a un militar –Miaja– cuya soledad es metafórica: los timbres inútiles de la Capitanía General, ante cuyo sonido nadie acude porque nadie, salvo los que no tenían otra alternativa, se quedaron entonces a esperar la victoria de los militares en armas. Miaja, al que el comunismo le importaba poco, logra que la capital resista el primer envite nacional, lo que prolonga el sufrimiento (la guerra) pero dificulta la victoria de los liberadores.
Y lo hace sin apenas medios, recurriendo a las milicias sindicales –las que había– y sin furor patriótico alguno; simplemente porque, como militar a las órdenes de un gobierno legítimo, aquella era su obligación. Por encima incluso de los propios políticos, que le abandonaron a una muerte segura. O los que, todavía en Madrid, trasladaban a la junta militar sus enfrentamientos internos, como niños de patio de colegio haciendo la revolución mientras el mundo se derrumba a su alrededor. Sordos y ciegos. Miaja salva su encrucijada acosado por Franco y por Largo Caballero, celoso de las decisiones autónomas de un hombre ejemplar que dormía en un austero búnker mientras los milicianos se divertían en los cafés. Puso freno al terror rojo e iba en persona al frente (la Ciudad Universitaria) para dar ejemplo a una tropa que en Navidad, por tener algo que festejar, celebraba el nacimiento de un Dios en el que ni siquiera creían. Un ejército formado por la escoria del mundo. Gente capaz de dejarse matar por idealismo. Tipos honestos en tiempos mezquinos.
Si La defensa de Madrid es un relato trepidante, los artículos de la Guerra Civil son análisis periodístico con mayúsculas. Aparecidos en la prensa americana, frutos de un Chaves Nogales que intenta seguir siendo periodista en el exilio francés, como después haría en Londres, en ellos se diseccionan los elementos para entender la tragedia española –un país víctima de los grandes totalitarismos en el que los perjudicados son los ciudadanos– y todos sus actores. Desde Franco a Azaña. Todo lo necesario para comprender la Guerra Civil está en este libro. Desde el principio, Chaves pronostica el final: la derrota de los revolucionarios, divididos en dos bandos enfrentados –comunistas y anarquistas– y alimentados, frente a los republicanos liberales, por el fascismo de nuevo cuño que representó la alianza entre los matones falangistas y los tradicionalistas. Un péndulo inmisericorde que situaba a los españoles entre dos fuegos mortales que, aspirando a reconquistar España, no dudaron en destrozarla.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[23 diciembre 2011]
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