Las grandes obras literarias se parecen mucho, acaso demasiado, a los seres que las conciben: nacen, sin que se sepa del todo el motivo; gozan de un tiempo (tasado) de vida, que puede ser muda o sonora, y al cabo de unos cuantos años, nunca demasiados, fenecen en la paz (vetusta) de las bibliotecas y los cementerios. Sólo algunas gozan del privilegio de la eternidad, ese punto fijo en la línea, que quisiéramos infinita, del tiempo. Esta regla tiene pocas excepciones. Una de ellas afecta a Torquato Tasso (1544-1595), poeta italiano de las postrimerías renacentistas que, igual que el falso apóstol al que se le rinde culto en la catedral de Santiago de Compostela, fue imán y motivo suficiente para la peregrinación de iguales y devotos hasta su tumba, en Roma, o en busca de su celda en Ferrara (Italia). Entre ellos figuran desde Carlo Goldoni, que le dedicó una tragedia (en cinco actos), al divino Goethe, que quiso recrear su honda melancolía, que no era sino una misteriosa dolencia neurológica.
Las Disidencias en Letra Global.