La democracia es una constante sucesión de decepciones. En esto se parece mucho a la vida que, en el fondo, no es más que un camino de espinas cuyas estaciones, separadas por tramos pasajeros de entusiasmo, tienen un mismo cartel: bienvenidos al desencanto. Casi todos continuamos viviendo a pesar de los desengaños. Por hábito, por costumbre y porque la alternativa a la existencia –la muerte voluntaria– se nos antoja bastante peor. Acaso por esto mismo tampoco estemos dispuestos a renunciar a ejercer como ciudadanos, por imperfecta que sea esta democracia: todas las variantes que pudieran sustituirla son inaceptables. El mecanismo que mueve a la democracia es la melancolía: al no contentar por completo a nadie en particular, impide que la voluntad de unos se imponga a la de otros, forzando a todos a buscar un acuerdo. No es, desde luego, lo que están haciendo ni el PSOE ni ese experimento de comunismo zen llamado Sumar, que unos días da lástima y otros causa el mismo pánico que provoca ver a un demente manejar un autobús escolar.
Los Aguafuertes en Crónica Global.