No existe nada equiparable al placer de sacarle la lengua al destino. Voltaire, cuyo verdadero nombre era François-Marie Arouet (1694-1778), temió siempre, acaso debido a esa forma de fatídico atavismo que comienza en la infancia y ya no nos abandona nunca, ser aniquilado por una muerte prematura. Sus biógrafos certifican que vivió hasta los 84 años, lo cual puede interpretarse como una gran victoria si no fuera porque en contra del destino no caben las batallas estériles: todas las historias, que es lo mismo que decir todos los individuos, tienen un punto y final. A fuerza de dilatarlo, el filósofo francés, del cual la editorial barcelonesa Arpa acaba de publicar ahora una suculenta biografía escrita por Martí Domínguez, conseguiría muchos de sus eminentes logros intelectuales, aunque su vida –relatada en este libro al modo de una novela de iniciación– es una búsqueda incesante más que el itinerario de una certeza. Voltaire perseguía el horizonte –la libertad absoluta– y quien emprende semejante tarea no deja ya de estar persistentemente en el camino. En constante movimiento mental. Podríamos pues describir sus días (los estrictamente terrestres) como una larga y provechosa sucesión de escalas: el libro de Martí Domínguez documenta cada una de ellas en detalle –origen, familia, estudios, amores y caprichos, filias y fobias súbitas– y nos devuelve de ese olvido que crea el tiempo y de la oscuridad de la ignorancia el retrato de un hombre vitalista, que hizo de la impertinencia un arte y convirtió el acto de pensar –sin importar las consecuencias– en su vocación esencial.
Las Disidencias en Letra Global.