Las ingratitudes, igual que en la vida ordinaria, son un ingrediente recurrente en la historia de la cultura. Al margen de los grandes héroes de la epopeya del conocimiento –muchos con capas y púrpuras académicas– existen un sinfín de iniciativas particulares (la cultura es un asunto de los individuos) que han enriquecido ese acervo compartido que (todavía) llamamos civilización contra el viento, las mareas y las tempestades de su propio tiempo, incluso frente al soberano desprecio de los mandarines de la academia, la universidad y los medios de comunicación. Uno de esos ejemplos (milagrosos) es la asombrosa obra de María Moliner, una mujer que levantó en solitario, desde su propia casa, con talento, constancia y dedicación, ese monumento lexicográfico que es el Diccionario de Uso del Español. La suya fue una gesta huérfana de birrete, construida contra la suficiencia idiota de la cultura oficial, que la despreció por ser mujer, trabajar como archivera y bibliotecaria y haberse atrevido a enmendar a la Academia de la Lengua que, obviamente –el rencor que causa el talento ajeno es ecuménico– decidió no elegirla nunca entre sus insignes miembros a pesar de haber creado –son palabras del Gabriel García Márquez– “la obra más completa, útil y divertida de la lengua castellana”.
Las Disidencias en Letra Global.