Un drama familiar con un aire inequívocamente burgués sobre el calamitoso derrumbe de las grandes esperanzas, atravesado por el pecado bíblico del adulterio. La primera impresión que debió dejar Muerte de un viajante, la obra maestra de Arthur Miller (1915-2005), a los espectadores que acudieron a ver su estreno en el Teatro Morosco de Broadway (Nueva York) la tarde del 10 de febrero de 1940, dirigido por Elia Kazan, hace tres cuartos de siglo, fue la contemplar una cruel parodia sobre la vida sobre un hombre vulgar, incapaz de enfrentarse con la realidad. La pieza fue contratada durante ochocientas funciones y estuvo dos años ininterrumpidos en cartel. Un éxito colosal para tratarse de una historia muy simple sobre un individuo al que el destino hace picadillo. Nada que no suceda en todos sitios todos los días. La obra, que se había testado días antes en Filadelfia, causó asombro y provocó una hondísima impresión.
Las Disidencias en The Objective.