“La música es el único placer sensual que no entraña un vicio”. Samuel Johnson (1709-1784), el único hombre de letras británico que ha merecido el alto honor de ser al mismo tiempo un individuo real y el personaje de una obra de ficción (la biografía escrita por James Boswell es una construcción literaria perfecta), juzgaba el arte de la creación de sonidos (y el posterior deleite de su escucha) como una forma del hedonismo en la que no está presente el carácter pecaminoso con el que la Iglesia justificaría, durante mucho tiempo, la prohibición y la censura de determinados hábitos humanos, especialmente la risa. La música producía un placer instantáneo que, al contrario de lo que sucede con otros, no era merecedor de condena. En realidad, la música no podía ser censurada: en su esencia, carece de un mensaje verbal explícito. Tampoco es, de partida, instrumento de ninguna doctrina o ideología, aunque esto no signifique que no atesore sentido. Los himnos, desde los pueblos sumerios a los Estados-nación, pasando por la fastuosa liturgia eclesial, han sido la forma más eficaz de expresar en público un sentimiento comunitario, pero esta convención social no deja de ser un añadido muy posterior y ajeno a su verdadera condición. La música, sencillamente, es música. “Et tout le reste” –como escribió Paul Verlaine– “est littérature”.
Las Disidencias en Letra Global.

