Las grandes revoluciones de la historia no son políticas ni económicas, sino ópticas. No necesitan sangre ni engendran violencia. Suelen ser las más longevas. Primero porque perduran. Y segundo porque, al contrario de lo que ha venido a demostrar la historia reciente (que todos los cambios por la fuerza acaban siendo el origen de regímenes tan nefastos como aquellos contra los que se alzaron), terminan mejorando el mundo. Consisten simplemente en aprender a mirar de otra forma la realidad. Pensar sin intermediarios. Con eso basta. Los políticos, que donde quiera que estén siempre forman parte del statu quo, suelen temer a estas revueltas sustentadas en los valores mucho más que a las armadas. La receta para combatir las segundas es sencilla: poner a trabajar a la policía. Ante las primeras no existe más herramienta política que la propaganda, pero se trata de una medicina puramente preventiva. Su éxito no siempre está garantizado. Si no funciona, el peligro (para ellos) aumenta. Si aplicamos esta tesis a un tema aparentemente banal (el alumbrado navideño) y a un sitio corriente (Sevilla, superlativa ciudad de provincias) el resultado es un hallazgo conceptual inesperado. Una metáfora de la encrucijada en la que se encuentra la ciudad.
Archivo de diciembre 2012
La risa en los entierros
La vida es lo que te pasa por delante mientras haces el periódico. Un buen día el diario que siempre habías querido desaparece (aunque siga publicándose; esto ya es lo de menos) y te quedas solo, desnudo frente a la vida, tan ancha como ajena. Da cierto vértigo. Aunque mirándolo despacio, con sosiego, la inseguridad repentina nos regala una grata enseñanza: la existencia y la libertad valen bastante más que cualquier periódico. El problema, de cualquier forma, no es del mundo. Nunca lo es: el mundo siempre ha sido así. El problema sólo es de uno. De nadie más. Por otra parte, el pecado original resulta a todas luces imperdonable: no debe quererse como si fuera algo propio aquello que en realidad siempre fue ajeno. Es un lujo que uno no puede permitirse ni en el orden espiritual. Aunque sin experimentar por lo menos una sola vez en la vida este noble sentimiento no es posible construir nada perdurable. Puro. Auténtico. Mucho menos un diario, que debe ser el espejo de la realidad.