“Somos Gabinete Caligari y somos fascistas”. La frase que pronunció Jaime Urrutia en la sala Rock-Ola de Madrid en 1981, la noche de la puesta de largo del grupo, que había tomado su nombre de la película expresionistadirigida sesenta años antes por Robert Wiene en Weißensee, al Noreste del Berlín recién salido de la Primera Guerra Mundial, sonó como una descomunal provocación. Y lo era. Desconcierto y silencio. Acto seguido, un sonido de guitarras oscuras abrigó la proclama punk de tres músicos fascinados por la estética nazi, devotos de la tauromaquia y que en sus canciones hablaban, en aquellos años inciertos, de la grandeza de «la sangre española». Ninguno de ellos era nacional-socialista, pero la impertinencia retumbó en esa España recién salida de una dictadura asesina, sólo un año antes de ser gobernada por el socialismo de Suresnes, como un cañonazo. De repente, eran el centro de la atención. Lo que en ese instante de la Santa Transición parecía una irreverencia, tras cuarenta años de represión y ausencia de libertades, seis décadas antes había sido interpretado y acogido por una masa social más que relevante como uno de los fenómenos sociales que expresaban la irrupción en Europa de la modernidad y el principio de la era de las vanguardias. Es la prueba de que un mismo hecho –el ascenso de los nacionalismos agresivos– puede ser contemplado, en un lapso de tiempo no excesivamente largo, apenas algo más de medio siglo, de forma divergente y hasta contradictoria.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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