La idea de sí misma que tiene una ciudad, además de por la práctica de determinados hábitos, el respeto a ciertas costumbres y la existencia de un sinfín de sobrentendidos que distinguen a los indígenas de aquellos otros que, al menos durante un tiempo, la habitan en condición de forasteros, se refleja en cómo usan sus espacios públicos. En los hitos y monumentos que colocan en estos enclaves simbólicos. Hay ciudades que los dejan vacíos. Otras los convierten en jardines. Algunas erigen en ellos monolitos y obeliscos cuyo origen nadie recuerda. Sevilla es una de las urbes con las estatuas más incomprensibles del mundo. Tiene un busto, situado junto a la antigua Cárcel Real, donde la leyenda dice que se concibió el Quijote, consagrado a Cervantes; y un monumento a Bécquer, pero la mayoría de sus representaciones públicas están dedicadas a toreros, bordadores, tonadilleras y capataces de pasos de Semana Santa, como si su estampa (folclórica) estuviera en peligro y hubiera que recordarla sin cesar.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.