La España autonómica, que a los nacionalistas y a las izquierdas les parece insuficiente y a la derecha excesiva, patrón (oro) de nuestra conflictividad política desde hace muchas décadas, es una abstracción cuyo corpus jurídico –como el de Cristo en la misa católica– reside en la Constitución. Los socialistas llevan lustros hablándonos de federalismo. A su siniestra –el espacio atomizado que se llama Sumar– se entona, sin explicar en qué consiste, la sinfonía de la plurinacionalidad. Y entre las filas del soberanismo vasco y catalán se defienden desde las soberanías paralelas –inexistentes en la Carta Magna– a la independencia unilateral. No es pues nada extraño que no salgamos nunca de esta guerra eterna por cambiar el modelo de Estado, un debate que ya tuvieron los constituyentes y que, al no poder resolverlo de forma satisfactoria, optaron por dejar abierto y al albur de las coyunturas de poder de cada momento. Fue una mala idea: una cosa es lo que dicen los mapas de los generales y otra el terreno que pisa la tropa. Desde Barcelona se critica con frecuencia la naturaleza centralista del Estado –es el famoso Madrid D.F., según la definición del mestre Enric Juliana– y se identifica a la capital de España como una suerte de agujero negro que centrifuga todo a su alrededor. La tesis tiene sustento.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.