Andalucía vivió su alumbramiento autonómico –la conquista de un autogobierno que nunca estuvo en los planes de la UCD y tampoco figuraba en los de una parte del PSOE– como un viaje en una montaña rusa. Primero, un lento y tortuoso ascenso hacia la cima. Después, la visión del vacío desde la cumbre. A continuación, un desplome súbito provocado por la ley de la gravedad. Por último, un milagroso aterrizaje suave. En los tres años que separan 1977, cuando tuvieron lugar las manifestaciones que reclamaron en las calles una autonomía de primera, equiparable a la de Cataluña y Euskadi, hasta 1982, fecha de las primeras elecciones regionales, conseguir la misma arquitectura institucional que las comunidades ricas estuvo siempre en el aire. Parecía una quimera, una locura, un anhelo imposible de realizar. Andalucía no había sido invitada a la fiesta de la descentralización con la que Adolfo Suárez pretendía atraer a los nacionalistas catalanes y vascos hacia el interior del (poroso) círculo constitucional y, de forma indirecta, convertir en irreversible la monarquía restaurada por Franco.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.