La política no es inocua. Deja cadáveres dentro del armario. Cuando de repente salen de lo profundo algunos los reciben con sorpresa. No sé muy bien los motivos. Desde Maquiavelo sabemos que la mayoría de los gobernantes prefieren que los teman a que los quieran, cosa que en su fuero interno ven como una debilidad. En los deseos no se manda. Y el rechazo no es sino un deseo altamente perjudicial que llamamos odio. Hace más daño a quien lo siente que a aquellos que lo reciben, pero, sorprendentemente, en esta sociedad tan políticamente correcta todavía provoca cierto escándalo.
Esta semana un grupo de trabajadores de dos empresas en crisis –Mercasevilla y Delphi– han protagonizado desencuentros, con gruesos excesos verbales, ante gobernantes de distinto signo político. Mercasevilla, cuya plantilla se verá recortada a la mitad por un expediente de regulación de empleo, protestó en las puertas del Ayuntamiento. Uno de sus trabajadores deseó a dos ediles del PP la muerte de un familiar. Los empleados de Delphi fueron expulsados del Parlamento apenas un día después por recriminar al consejero de Empleo que no cumpliera con supuestos compromisos de recolocación. Le llamaron traidor y ladrón, entre otras cosas. A la tribuna de invitados los había invitado el PP, que acusa a la Junta de mentir a estos trabajadores gaditanos.
Ninguno de ambos sucesos es edificante. El trato que ambos han recibido en determinados medios ha sido dispar: los trabajadores de Mercasevilla han sido dibujados poco menos que como delincuentes. Los de Delphi, por el contrario, como pobre gente engañada por el gobierno de socialistas y comunistas al que llaman bipartito, un pacto de “perdedores”, según la definición del alcalde.
Yo no veo demasiada diferencia: es gente que se siente estafada y grita su desesperación allí donde puede. Incluso sin tener la razón o, como es el caso, perderla en función de lo que dicen cuando su protesta rebasa ciertos límites, que son los del sentido común. No son los primeros ni serán los últimos que se sientan engañados por los políticos. Lo malo es que en Sevilla ya son legión. Y lo más preocupante es que puedan terminar actuando como una horda.
El día que explotan salen en todos los periódicos, radios y televisiones, pero una vez amortizados como producto perecedero de los medios vuelven a enfrentarse a sus propios problemas personales. No es honesto valorar a esta gente, sobre la que cada uno puede pensar lo que guste, de forma diferente en función de quien sea el político que haya sido increpado en sus protestas. No es equilibrado, igual que resulta a todas luces demencial rogar al cielo para que alguien –que no tiene culpa de nada; ni ha elegido a su propia familia– sufra un daño que nadie querría para un ser querido. Estos comportamientos no tienen nada que ver con la razón. Son la sinrazón en sí mismos. No arreglan nada. Sólo añaden más sufrimiento al dolor previo.
Dicho esto, lo que no dejará nunca de asombrarme es que algunos se rasguen las vestiduras cuando estas circunstancias les tocan de cerca mientras, en paralelo, llevan demasiado tiempo avivando el fuego que las genera sin ningún sentido de la prudencia. Sólo por hacerse los ingeniosos o marcarse un punto. Hace mucho que la política se convirtió en un teatro obsceno de intereses primarios. De un tiempo a esta parte está derivando hacia un peligrosísimo populismo.
Algunos crucifican al comité de empresa de Mercasevilla por no evitar el lamentable episodio del Ayuntamiento. Al portavoz de IU, que arengaba en aquel momento a los trabajadores contra el capitalismo, se le ha acusado de cometer un gravísimo pecado de omisión por no mostrar una actitud de rechazo inmediato. La cosa recuerda a los juicios políticos de los vetustos comités centrales, en los que no bastaba con confesar la supuesta culpa, sino que había que convertirse en un guiñapo frente a quien se arrogaba el derecho a juzgarte.
El único responsable de un insulto es aquel que lo dice. Quien no lo discute tendrá, en todo caso, un grado de responsabilidad distinto. Todos los grupos políticos municipales se han desmarcado del incidente por escrito. Incluso el comité de empresa de Mercasevilla lo hizo. Debería ser más que suficiente. Pero, como era de esperar, la cacería tenía que seguir. No hay opción al arrepentimiento, cosa sorprendente viniendo de gente tan cristiana. A mí lo que me sobrecoge no es sólo que alguien sea capaz de desearle a otro la muerte, sino que quienes para llegar a la cima no han dudado –ni dudan– en avivar los sentimientos más primarios de la gente contra los adversarios ahora se disfracen de ofendidos.
Recuerdo un acto de la pasada campaña de las municipales, en un club social de Sevilla, con cena incluida, en el que militantes de uno de los partidos políticos que ahora sufren estos desagradables insultos jaleaban al invitado cuando, al preguntarle por un adversario de otra organización política, éste proclamó con tono marcial que lo que Sevilla necesitaba era que “pasase a la historia”. Muchos de los presentes aplaudieron; otros, recién venidos de misa de ocho, daban palmas con sonrisas en la cara. En el auditorio, selecto por supuesto, reinaba un ambiente de algarabía y extraña felicidad al constatar que su líder había verbalizado de una vez, sin apuros ni paños calientes, lo que todos pensaban en su fuero interno. Tan sólo una mujer, inteligente y culta, sentada en la mesa presidencial, miró hacia otro lado con cierto desconcierto. De aquellos polvos acaso vengan estos lamentables lodos.
Es realmente triste que, en lugar de en una sociedad razonable, con políticos conscientes de que sus decisiones afectan a la vida de la gente, estemos condenados a vivir en un gigantesco campo de fútbol donde no hay personas libres, sino barras bravas que funcionan de forma tribal. Y el árbitro, que debería ser el juez del juego limpio, haya desaparecido para dejar su sitio a un hincha más.
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