Barea, de nombre Arturo, dedicó la gran obra de su vida —La forja de un rebelde– a dos mujeres: “La señora Leonor”, su madre, una humilde lavandera; y a Ilsa Kulcsar, la austriaca con la que pasó penurias, se casó de segundas y a la que entregaba, para que los vertiera a su extraño inglés centroeuropeo, cada uno los capítulos de esta novela memorialística donde cuenta su infancia en el Madrid previo a la Guerra Civil, una ciudad estrecha y pavorosa cuyos límites razonables terminaban justo en el pago de Lavapiés, “el fin de Madrid y el fin del mundo, donde empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos”. Barea se crió en aquel abrevadero a cielo abierto, “el barrio de las injurias”. La España oficial de finales del XIX y principios del XX, con su monarquía decrépita, sus curas perpetuos, sus militares golpistas y sus políticos corruptos, “tiraba sus cenizas y su espuma” por aquel desagüe.
Ese basurero fue para siempre su hogar sentimental, aunque tuviera otras residencias circunstanciales, como Francia, donde inició el largo exilio que después lo llevaría al Reino Unido, país libre en el que se asentó y sobrevivió como locutor en español gracias a las emisiones para Latinoamérica de la BBC. Fue allí, en Inglaterra, donde preguntándose los motivos por los que su vida se había ido sucesivas veces por la borda comenzó a escribir este libro milagroso que ha logrado la proeza de fijar –para siempre– la vida doméstica de un país que pasó de la carestía al espanto, hasta consumar un desastre histórico del que todavía no se ha recuperado. Lavapiés es en su novela un campo de laderas amarillas, secas y ásperas, una topografía de barrancos con establos y fábricas humeantes entre campos con cardos llenos de espigas, más o menos igual que el tiempo agrio en el que le había tocado nacer.
El escritor extremeño, adoptado como propio por los británicos antes que por los madrileños, cuenta en su novela su vida en este Finisterre, esa frontera metafórica a la que sólo tenían el valor de adentrarse “los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos”. Un mundo silvestre. Hostil.Parece mentira que justamente en este duro ambiente Barea fuera capaz de desarrollar una sensibilidad tan intensa como para, muchos años después, ya en Faringdon, donde se retiró, evocar con tal grado de exactitud los tiempos idos en los que sucesivamente fue un chico pobre que no pudo ir a la universidad, alguien con aspiraciones literarias que no pudo compartir con nadie –los intelectuales le parecían seres de otra galaxia–, un censor a sueldo de la República con oficina en la Telefónica, y un Juan sin Tierra, igual que otros muchos miles de españoles condenados al vacío o a la tumba por el nacionalcatolicismo y la panda de asesinos que entonces gobernaba España.
Su vida, desde luego, aportaba material más que suficiente para varias novelas: miseria, ilusiones yertas, un matrimonio fracasado, cinco hijos abandonados, miedos y fríos. La cuestión era escribirlas. Y saber cómo hacerlo. Sólo por esta gesta Barea merecería haber tenido mejor suerte en la amarga historia de nuestra literatura. Sin embargo, nunca gozó del reconocimiento general. Durante años no figuró en las antologías ni en los libros de texto. Más tarde comenzó a aparecer a pie de página como un autor menor. Barea es un escritor sin generación, sin academia y sin biógrafo. Sesenta años después de su muerte, el Instituto Cervantes le dedica una exposición en Madrid donde evoca su figura e intenta reproducir su vida en la Inglaterra de la posguerra. Un gesto loable que llega muy tarde.
Por suerte o por desgracia, Barea siempre tuvo más prestigio literario fuera de nuestras fronteras que dentro. Sus valores eran republicanos y eso condicionó la lectura interna. Se fue al exilio al ver que ninguno de los dos bandos se diferenciaban en exceso en aquella España demencial, lo que tampoco era políticamente correcto para los revisionistas de izquierdas. Siempre vivió apartado de los cenáculos literarios. Dentro y fuera. Es increíble cómo las compañías influyen en la fama. Barea pensaba solo, viajaba solo, escribió solo y sobrevivió solo. Rodeado por sus recuerdos y movido por la voluntad de fijarlos en los tres tomos de su epopeya de iniciación y frustración vital. Su narrativa es un monumento impresionista por el que no ha pasado el tiempo desde que en 1941 Faber & Faber, la editorial británica en la que trabajó T.S. Eliot, publicara The Forgue, la primera entrega de la trilogía, traducida al inglés por su mujer Ilsa. La primera versión en español no salió hasta una década más tarde, cuando la editorial Losada decidió darla a conocer entre los exiliados españoles en Buenos Aires. Se topó entonces con la maldición: el manuscrito (en español) se había perdido. Hubo que hacer una reconstrucción completa en castellano del texto a partir de la versión inglesa. Ian Gibson, uno de sus grandes vindicadores, siempre dice que la edición de Losada supera los mínimos de calidad, aunque está salpicada de anglicismos austriacos que desvelan la condición de artificio del libro. Pero no había elección: la versión original ya no existía.
Hay quien juzga La forja de un rebelde por su condición de retrato de la tragedia española visto desde abajo, a partir de la cotidianidad del horror. No es una mala razón. Pero su poder documental –figurado– no es la razón de que haya sobrevivido a la corrosión del tiempo. Es el estilo del escritor, que cuenta en presente histórico, con una voz siempre viva, los hechos de su trayectoria vital. El tiempo verbal elegido por Barea es un acierto porque revive su historia en cada lectura. Muchos creen que se trata de una autobiografía novelada y que todos sus episodios responden fielmente a la realidad. No hay forma de comprobarlo, pero tampoco es necesario. La forja de un rebelde es una autoficción ambigua. No está sujeta a una prueba empírica. No es historia. Es literatura. La recreación de una existencia única en su pequeñez y grande por su excepcionalidad. Su verdad, como la de la realidad, no tiene que ser exacta para ser cierta. Le basta y le sobra con ser vacilante, igual que nuestra existencia.
El ‘spin-off’ cultural de Crónica Global
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