Los periódicos dicen que el índice de miseria de los niños en los países ricos se asemeja cada vez más al de las naciones pobres. Ambos van a peor. Se ve que hasta en la miseria, que es la ausencia no sólo de cosas, sino de perspectivas, va por grados. Reducir los dramas humanos a cifras ayuda a descifrarlos mejor, pero también nos impide saber cómo se siente quien está atrapado en ellos. Antiguamente de estos temas se hacía una obra de teatro, una novela, un cuento, un poema; incluso algún ensayo capaz de profundizar en los dramas individuales, que siempre son universales, sin hurtarles la sangre, la carne, los huesos. Ahora todo son estadísticas asépticas: las personas nos hemos convertido en meros números encerrados en un casillero.
Besamanos en Bruselas
Coppola es el Sófocles de nuestro tiempo. Nadie ha adaptado el espíritu de la tragedia clásica mejor que el director de la trilogía The Godfather. En la segunda de sus tres películas, localizada en La Habana en tiempos de Batista, Michael Corleone acude al cumpleaños del líder de la cuerda de familias mafiosas que controlan los casinos en la mayor de las Islas Antillas. La escena es más o menos así:
Barrio de El Vedado. Terraza del Hotel Capri. Exterior tarde.
–«Hoy he visto una cosa curiosa» –cuenta Corleone–. «Un policía intentó detener a un revolucionario en la calle y en vez de dejar que se lo llevaran hizo estallar una bomba pegada a su cuerpo. Murió, claro. A los soldados les pagan por combatir. A los rebeldes, no».
–«¿Conclusión?», pregunta Roth, el mafioso homenajeado.
–«Que pueden vencer», responde Corleone.
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La muerte de los articulistas
¿Dónde están? ¿Se acuerda alguien de ellos? Ni Dios, que debería saberlo todo y, como Funes, el memorioso, el protagonista del inquietante relato de Borges, recordar cada instante. A ellos no los recuerda nadie. Pasaron a la historia, que es el olvido, sepultados por un mar de tinta. Alguien dijo hace cierto tiempo que en los periódicos es donde se está escribiendo la mejor prosa de nuestro tiempo. Se trata de una absoluta falacia. Una opinión interesada. Un ejercicio de vanidad y auto-alabanza. Puede que en el pasado, cada vez más lejano, fuera así: los gacetilleros hacían una valiosa literatura doméstica en los noticieros, pero la falta de perspectiva de ciertos editores hizo que la costumbre pasase a mejor vida. Desde entonces en los periódicos se escribe poco de la vida y en exceso de asuntos oficiales, esa cosa que hemos convenido en llamar actualidad. Con frecuencia, su interés es relativo por no decir nulo.
‘Black Monday’
Northrop Frye, un crítico literario canadiense, dejó escrito que toda la historia de la ficción puede resumirse siguiendo el camino que discurre desde la mitología al realismo. De la magia a la vulgaridad. Aplicando esta teoría del desplazamiento a nuestra clase política, que es una forma de degradación como otra cualquiera, tenemos la impresión, una semana después de oír los lamentos y contemplar las manipulaciones por la muerte de Rita Barberá, procesada en el Tribunal Supremo por el caso Taula, que nuestros dirigentes prefieren mantenerse encerrados en el territorio de la mitología mientras los gobernados debemos seguir lidiando todos los días con el espanto cotidiano. Para ellos todavía existen los héroes. Especialmente si pertenecen a su círculo de confianza. Para nosotros, en cambio, dejaron de existir cuando descubrimos que la política es igual que la famosa caverna de Platón: el fondo de una cueva donde sólo se proyectan sombras. La auténtica vida, por fortuna, es otra cosa distinta.
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La ley de las mareas
El soberanismo, al que todos los días del año, noches incluidas, consagran sus esfuerzos los nacionalistas –esos seres prístinos a los que guía un desinteresado amor en favor de las hordas patrióticas–, no implica libertad de decisión, sino la elección (relativa) de una variante distinta de dependencia. Se trata de una evidencia: la autonomía teórica deja existir desde el mismo instante en el que todos tenemos que vender nuestro trabajo (a los demás) para sobrevivir. Aquellos incapaces de hacerlo sólo tienen a mano un burdo remedo: venderse al mejor postor. Obviamente, está mal visto pero, si encuentras a un bobo solemne dispuesto a patrocinar tu rendición profesional, la cosa, al menos durante un tiempo, puede incluso llegar a ser rentable.
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