“El naturalismo –pienso– sólo tiene un defecto: ser verdad. La frase de Carnet de que los libros naturalistas se deben leer con un ramo de rosas al lado es una frase un poco cursi, pero incluye un consejo apreciable. El naturalismo no gustará nunca mucho porque implica la descripción y el reconocimiento de la cloaca –pequeña o grande– en la cual nos movemos. Sobre la cloaca montamos nuestras endebles, miserables convicciones”. Josep Pla escribió este extraordinario párrafo en 1918. Contaba entonces con unos escasísimos 21 años y, gracias al milagro de las analogías –esas similitudes circulares que a veces nos regala la Historia–, se encontraba, como nosotros un siglo y unos días después, preso de una cuarentena. Estudiante diletante de Derecho, ambicionaba hacer carrera en el mundo de las letras, sin saber exactamente por dónde y cómo empezar. Sufría una angustia íntima: no tenía resuelta la cuestión de “la independencia” (personal, se entiende). Se había visto obligado por causa mayor a abandonar Barcelona, donde cursaba leyes, para refugiarse una temporada en Palafrugell. “Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la Universidad”, escribía en su dietario el 8 de marzo de 1918. Era la súbita extensión de la devastadora epidemia española, tan mortífera como la Primera Guerra Mundial, que lo había convertido en “un estudiante ocioso”. En dos años esta pandemia pulmonar mató a cuarenta millones de personas en todo el mundo –una cifra similar a la actual población de España– y contagió a bastantes más, convirtiendo la neumonía en una desgracia corriente, común e hirsuta.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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