La muerte de don Quijote, uno de los pasajes más tristes de la historia de la literatura, sucede, exactamente igual que en la vida, cuando su protagonista ya está muerto; ido, según la terminología piadosa. Así son las cosas: uno se muere mucho antes del instante postrero, por lo general sin adivinarlo; y, casi siempre, con anterioridad a sus propias exequias. Cervantes manda a don Quijote a morir a su aldea –la Argamasillafigurada de los académicos– pero quien dispone allí del lecho largamente perdido no es ya el caballero andante, sino un Alonso Quijano al que unas extrañas calenturas, o la melancolía, el más nocivo de los humores del cuerpo, extinguen tras hacer testamento y renegar –ante testigos– de sus locuras. Don Quijote, que no es una persona, sino un espíritu con la forma difusa de un memorable personaje, no muere en realidad en la Mancha. Lo hace mucho antes en Barcelona, aunque esto sólo se comprende si se repara en el preludio que el hidalgo demediado pronuncia en el momento de decir adiós a la Ciudad Condal, el lugar de su caída:
–“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!”.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal
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