“Puedo convertirme en un grande, pero también puedo extraviarme y no dejar más reputación que la de un hombre singular”. Siete años antes de morir, en junio de 1860, devorado por la combinación de una parálisis súbita (causada por la sífilis), una afasia y una hemiplejía, Charles Baudelaire expresaba en una carta a su madre sus aspiraciones de eternidad como artista, tamizadas por un sólido sentido del realismo que le hacía pensar que la diferencia entre alcanzar el Parnaso y morir en el fondo de callejón húmedo depende, al cabo, de un mero golpe de suerte. La idea encaja bien con la época que le tocó vivir: la modernidad más temprana, un universo en formación, que estallaba haciéndose de nuevo. Sin fronteras precisas. Donde lo excelso cohabitaba con lo abyecto, la vulgaridad convivía con el idealismo y las pulsiones carnales no se distinguían mucho de los quebrantos que anunciaba la vieja y cristiana teoría del pecado. El catolicismo ya era una creencia muerta, pero sus amenazas sobre el Infierno (tan terrestre) habían sobrevivido al deceso de Dios.
Las Disidencias en Letra Global.
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