Borges, el otro, como escribiría con su inteligente ironía el gran escritor argentino, le confesó a Soler Serrano, en una de sus últimas entrevistas crepusculares, que la mañana previa a su encuentro había soñado que se moría y que, en ese instante, al despertar de tan terrible sueño, sintió una inefable felicidad. El entrevistador, descolocado por la confesión, improvisa: “Será porque se trataba de una pesadilla, ¿no?”. Borges niega la mayor y precisa que su alivio procedía de la indudable certeza del sueño, de la presencia de una muerte inminente. Soler Serrano le pide entonces que formule un epitafio, un testamento de urgencia. El escritor argentino responde: “Olvídense de Borges y lean a otros, a mis superiores”. Treinta y cuatro años después de su muerte, tan elegante como su literatura, el consejo del poeta y prosista argentino, cosmopolita sin apuro, enemigo declarado del nacionalismo y del peronismo en cualquiera de sus infinitas formas, confeso anarquista spenceriano, no ha tenido la misma fortuna que su obra. Todos seguimos hablando de él, evocándolo, recordándolo mediante esa especie de victoria efímera frente a la muerte que es la posteridad. Borges vive. Está. Permanece. Es leído y admirado. Ha vencido a las ruinas circulares del calendario y comparece ante nuestros ojos de cuerpo entero. En sus libros y en el extendido recuerdo.
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