Borges presenta muchas analogías con Homero. Demasiadas para no sospechar. Ambos eran poetas. Ambos se quedaron ciegos. Y ambos fueron considerados por la posteridad, esa juez inmisericorde, dos sabios de su tiempo. La gran diferencia entre ellos, sin entrar en cuestiones estilísticas ni en circunstancias de espacio y tiempo, es que el primero existió en realidad mientras que la presencia del segundo sobre la Tierra es una suposición. Una convención cultural. Perfectamente podría haber sucedido que Borges no fuera más que una proyección irónica de Homero, una reencarnación secreta para la posteridad. El cambio de nombre entonces era obligado. Para despistar. Y porque en la Argentina, que este año es el país invitado al Líber, la onomástica homérica se reserva para los letristas de tango, como Manzi.
La política nunca interesó en exceso al autor de Ficciones. A algunos les parecerá extraño. No lo es. Todos los logros literarios de Borges son anomalías, como el hecho de crear una obra perdurable sin caer en la obligación de la novela, ese lugar común. La alergia de Borges al compromiso político del escritor, una vocación tradicional en la Argentina de los próceres decimonónicos, se explica en razón de su intenso individualismo –siempre declaró ser un anarquista spenceriano— y debido a la creencia, que llegó incluso a poner por escrito, de que para ser un líder político hay que engañar a los demás. La literatura, por supuesto, hace exactamente lo mismo, pero es mucho más divertida y, en general, no deja tantas víctimas. “La política es una de las múltiples formas del tedio”, sentenció en algún lugar.
Una parte de la crítica explica su ausencia dentro de la nómina de los Nobel por su tibieza con determinadas dictaduras cercanas, como la chilena o la argentina. Puede ser. Pero lo cierto es que el Ciudadano Borges, ese tipo capaz de mirarse a sí mismo desde fuera, como si fuera otro –“yo, por desgracia, soy Borges”–, hizo una excepción a esta regla de no mezclar literatura y política con el peronismo, una coagulación del nacionalismo demagógico.
Sobre este asunto son explícitos algunos textos publicados en Sur, la revista literaria de Victoria Ocampo, donde desde primera hora critica a los pilares del nacionalismo: los curas y los militares. También está la cuestión judía, por supuesto, que en la Argentina de la primera mitad de la pasada centuria fue uno de los pretextos para la conjura de las clases pudientes que ambicionaban recuperar un país que se les había llenado de inmigrantes mendicantes. La Argentina de finales del XIX y principios del XX era un Eldorado (ficticio) para los europeos, igual que los Estados Unidos. La incapacidad de su élite para aceptar a los diferentes derivó en sucesivas dictaduras que arruinaron al país. Desde entonces, nada es igual.
Los nacionalismos, que Borges definía como “espectros colectivos”, son ideologías irreales en tanto en cuanto defienden “el prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre”. Parece un argumento tan indiscutible como pavoroso, porque cuando alcanzan el poder institucional estas ficciones políticas terminan contaminado la realidad y la vida de quienes quedan presos de sus delirios. Lo estamos viendo estos días. Para Borges el nacionalismo, en cualquiera de sus formas, desde las tibias hasta las más extremas, es un vicio incorregible, un sentimiento turbio, una manía de primates. “Idolatrar a un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria o agradecer el tedio cuando es elaboración nacional me parece un absurdo”, escribió.
Dos cuentos distintos explican, amparándose en el artificio literario, los fantasmas expresionistas de la ideología del terruño: La fiesta del monstruo y La pedagogía del odio. El primero, escrito junto a Bioy Casares, es una fábula sobre cómo un requeté peronista asesina a pedradas a un intelectual que no quiere unirse a su causa. Toda una alegoría del fanatismo. El segundo narra las formas de adoctrinamiento del nacionalismo en las escuelas. Son dos variantes de la misma enfermedad: la intolerancia que se ampara en la ridícula idea de la pureza patriótica y en la miserable fuerza de los elegidos. Borges se sentía tan argentino como universal. Vivía esta doble condición sin conflicto. Con la libertad que implica no tener que elegir a la fuerza entre la identidad de procedencia y el destino personal. “Ser cosmopolita”, afirmó, “no significa ser indiferente a un país y ser sensible a otros. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas. Es un deseo de eternidad”. ¿Por qué limitarse a una identidad cuando pueden escogerse todas?
En El nacionalismo y Tagore (1961) el escritor argentino es todavía más expreso. Admite el poder que tiene la seducción sentimental: “El nacionalismo tienta a los hombres no sólo con el oro y con el poder, sino con la hermosa aventura, con la abnegada devoción y con la honrosa muerte”. Pero, de inmediato, nos alerta sobre los espantos que se esconden tras las ideologías que se imponen por decreto: “El nacionalismo tiene su calendario de verdugos pero también de mártires. Sufrir y atormentar se parecen, como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo”. El poeta indio también pensaba que el canto de las patrias, aunque se presente como pacifista, consiste, sobre todo, en una peligrosa exaltación moral. En inflamar ese sentimiento primario que consigue que los individuos renuncien su responsabilidad personal en favor de la comunión atávica con la tribu. Para que así, exaltando la libertad a gritos, ayuden a instaurar esa forma de esclavitud mental que exige renunciar a la conciencia individual.
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