Ninguno somos como aparentamos. Nadie es cien por cien auténtico. Todos cincelamos nuestra imagen, aunque su reverberación sobre los demás no coincida siempre con el fondo de nuestros anhelos. La eterna discusión sobre la identidad, esa cuestión ancestral, es una impostura irremediable. Todos mentimos incluso cuando decimos la verdad. Si esto ocurre en el caso de cualquiera, no digamos ya si se trata de un escritor, cuyo oficio precisamente consiste en construir ficciones, alzar medias verdades enunciadas como falsedades consentidas gracias al mágico sortilegio de las fábulas. Vargas Llosa afirma –en su última aproximación literaria a Galdós– que el primer personaje de un autor es el narrador de sus historias. Diríamos más: un escritor, si lo es de verdad, no tiene más remedio que inventarse a sí mismo, aunque sea mediante el procedimiento de desdibujarse. Unos lo hacen mediante el énfasis y la emoción (pathos), otros optan por el laconismo y el misterio. Al primer grupo pertenecen Quevedo, Cela o Umbral; en el segundo podríamos encuadrar a Cervantes, Salinger o Juan Rulfo. En cualquiera de los casos, la interpretación de la literaturaaparece condicionada por el carácter (ethos). Existen escritores que transitan entre ambas orillas. Es el caso de Jorge Luis Borges, el indiscutible centro del canon hispanoamericano, principio y ocaso de la literatura escrita en español durante el pasado siglo XX. Uno de los últimos realmente grandes. Un clásico por anticipado.
Las Disidencias en Letra Global.
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