Nadie contempla dos veces el mismo cuadro. Ninguna persona lee de forma idéntica un único libro. Ninguna experiencia es singular. Nada se comparte. Los recuerdos íntimos no son memorias, sino vivencias nuevas. “I was lyin’ in a burned-out basement / With a full moon in my eyes / I was hopin’ for replacement / When the sun burst through the sky” (“Estaba acostado en un sótano quemado / con la luna llena en mis ojos / Esperaba el relevo / cuando el sol estalló a través del cielo”), canta Neil Young en su gloriosa After the Gold Rush, una canción donde se evoca el impacto medioambiental de la fiebre del oro, aquella demencia comunal que entre 1848 y 1855 convirtió a California en un hormiguero a cielo abierto poblado por emigrantes, balas perdidas, aventureros, prostitutas, buscavidas, asesinos, vendedores de baratijas y negociantes con la botas llenas de polvo del resto de la Unión. Todos salieron una mañana incierta a los caminos del Medio Oeste, desde el Sur o el Este, con lo que tenían, cargados también de lo que carecían, hacia Sutter´s Mill, (Coloma) donde las gacetillas anunciaban el descubrimiento de una veta del país de Eldorado, el imaginario paraíso de la América española, pero situado a miles de kilómetros al Norte de donde se suponía que debía estar un reino cubierto de riqueza mineral. Más de trescientas mil almas cruzaron –a pie y en carretas– montañas, lagos y desiertos con serpientes y hienas para alcanzar el Valle de San Francisco y acabar topándose con las infinitas playas del Pacífico.
Las Disidencias en Letra Global.
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