Julio Camba ya es lo que siempre quiso ser. O, al menos, aquello a lo que aspiró convertirse, aunque sólo fuera a ratos: el personaje único de su literatura. Tal consagración, sin embargo, no está exenta de costes. El más evidente: que te recuerden durante toda una eternidad como el último misántropo del Hotel Palace, a sueldo del financiero Juan March, más que como un escritor rabiosamente independiente. Camba fue estas dos cosas, pero en edades distintas. Al final de su vida fue conocido como columnista de la prensa conservadora; mucho antes ejerció como un joven e indocumentado anarquista que, tras embarcarse como polizón en dirección al Gran Buenos Aires, a su regreso, dos años más tarde, aún ambicionaba participar en la inminente revolución libertaria que nunca llegó. Un perfecto burgués con espíritu incendiario. Un revolucionario que terminó entusiasmando a las solteronas católicas. Ninguna de estas dos imágenes, ambas ciertas, definen por completo a Camba, cuyo carácter fue tan dual como guadianesca resultó su carrera literaria.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal.
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