Ramón de Campoamor ha pasado mal a la posteridad. Lo ha hecho con cara de vate de casino provinciano, como un acaudalado bolsistadecimonónico, cual propietario de una gran casa con muchos balcones en Navia (Asturias). Igual que un hombre de orden. Un señor patriarcal, monárquico y moderado, del que hasta septiembre celebramos su centenario. Por supuesto, todo esto es cierto. Pero, al tiempo, no deja de ser mentira. Verdadero es asimismo que la crítica literaria oficial no lo ha tratado como se merece, bien fuera por sus ideas políticas –conservadoras– o por el éxito que tuvo en vida con sus poemas, a los que unas veces llamaba doloras y otras, humoradas. Para parte de la academia española, Campoamor es el ejemplo más categórico de cómo el lirismo dulce puede degenerar en el ripio. Esto es: en una fórmula retórica sin gracia, aunque siempre –y aquí habita Satanás– con rima.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal.
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