El español –decía Julio Camba, el maestro del periodismo gallego– es poco amigo de pensar, pero cuando piensa entonces no existe más opinión que la suya. Me acordaba de la frase el otro día cuando las gacetillas locales –los periódicos, al parecer, han muerto definitivamente– glosaban las primeras conversaciones que los grupos políticos del Ayuntamiento han iniciado en busca de un unicornio azul denominado Pacto por Sevilla: un acuerdo institucional para atenuar los males (casi bíblicos) que castigan a esta ciudad de pecados múltiples. La idea, según leo, parte de Juan Espadas, el portavoz socialista en la Plaza Nueva, que intenta marcarle el paso al alcalde –Zoido (Juan Ignacio)– con una oferta política propia, aunque sea sospechosamente similar a la que en el ámbito autonómico cada cierto tiempo plantea cuando se queda sin margen real de acción el político de turno. Griñán, en este caso. Todos aplican el mismo protocolo escolar: insistir en que es necesario firmar un acuerdo que dé la impresión a los ciudadanos de que los políticos piensan en sus problemas. Cándida ingenuidad.
La Noria
El final de la burbuja
Francisco de Quevedo, poeta de todos los géneros posibles, arbitrario señor de la Torre de Juan Abad, escribió hace siglos una frase célebre:
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”.
Es cierto. La ley de la gravedad jamás descansa. En Sevilla estamos viendo cómo esta norma científica se cumple sin el más mínimo respeto a la caridad (cristiana, por supuesto) que –dicen– es necesario ejercer para caminar por la vida. Sabido es que en política no abundan la moral ni los principios, sino la conveniencia y el interés. Esperar clemencia de los astros resulta ser una tarea estéril. Los mismos que un día te encumbraron antes o después te harán caer. Acaso sea esto lo que le está sucediendo, probablemente demasiado pronto, a Zoido (Juan Ignacio), que casi veinte meses después de llegar a la Alcaldía acusa una sostenida pérdida de apoyo ciudadano que, salvo que cambie la tendencia durante los próximos meses, puede llegar a desalojarle del poder local y también del cargo de presidente regional de su partido. Cosas más raras se han visto por estos pagos. En ello, de hecho, están ya ocupados algunos, no precisamente anónimos, lo cual es una malísima señal: cuando tus notables no te quieren, la cosa suele acabar o en asesinato o en conspiración. O en ambas cosas.
Un improbable regalo de Reyes
La antigua comisaría de la plaza de la Gavidia, uno de los escasísimos edificios del movimiento arquitectónico moderno en Sevilla, una ciudad mucho más dada a inventarse sin demasiado rigor su propia tradición arquitectónica que a acoger de buen grado experimentos ajenos, cumple ahora casi una década cerrada. Desde que el Ministerio del Interior la clausuró oficialmente hace un decenio (tras utilizarla durante demasiado tiempo sin invertir lo suficiente en su conservación) la estructura de este singular inmueble, que hasta 1992 fue la sede central del cuerpo nacional de seguridad en Sevilla, no ha hecho más que debilitarse, poniendo en peligro cada día que pasa su propia conservación, una tarea obligada al tratarse (aunque algunos ni siquiera lo sospechen) de un edificio con un alto valor patrimonial, reconocido además desde el punto de vista legal. Firme.
Peronismo en Plaza Nueva
La cerca ocupa casi un tercio de la Plaza de Mayo, un nombre demasiado poético para levantar un muro de hierro a modo de defensa. Pero allí está, desafiando a cualquier lírica. La plaza mayor de Buenos Aires, donde se reúnen las madres de los desaparecidos, girando eternamente en su círculo de pañuelos blancos, es desde hace años un espacio roto. Los viandantes no pueden acercarse a su cabecera, presidida por la Casa Rosada, sede de la presidencia de la República. El magno edificio es, en teoría, su casa. En la práctica es la morada de nadie: ni los presidentes residen en él ni representa otra cosa más que la estéril ficción que siempre es la noción de cualquier patria. El eterno hogar imposible.
El mausoleo en ruinas
¿Ignoráis por qué razón las ruinas agradan tanto? Yo os lo diré: todo se disuelve, todo perece, todo pasa, sólo el tiempo sigue adelante. El mundo es viejo y yo me paseo entre dos eternidades. ¿Qué es mi existencia en comparación con estas piedras desmoronadas?
Diderot
Los románticos, esos hijos furtivos de la noche, adoraban las ruinas. Veían en ellas una metáfora múltiple de la vida condensada en un único paisaje. La fugacidad del tiempo. El vano intento del hombre por perdurar en un entorno hostil que quizás sea la obra de arte perfecta porque se basa en las mismas leyes que rigen la existencia: la armonía del desorden, la caótica marcha de los días, enredándose. La naturaleza puede ser bella y devastadora al mismo tiempo. No son términos antagónicos, sino complementarios. Por eso vence al arte. Y se permite el lujo de dejar en pie algunos restos de la fatua pretensión de eternidad de los mortales. La estampa resultante es sobre todo didáctica. Nos recuerda que nadie vence las leyes constantes de la decadencia.