La cerca ocupa casi un tercio de la Plaza de Mayo, un nombre demasiado poético para levantar un muro de hierro a modo de defensa. Pero allí está, desafiando a cualquier lírica. La plaza mayor de Buenos Aires, donde se reúnen las madres de los desaparecidos, girando eternamente en su círculo de pañuelos blancos, es desde hace años un espacio roto. Los viandantes no pueden acercarse a su cabecera, presidida por la Casa Rosada, sede de la presidencia de la República. El magno edificio es, en teoría, su casa. En la práctica es la morada de nadie: ni los presidentes residen en él ni representa otra cosa más que la estéril ficción que siempre es la noción de cualquier patria. El eterno hogar imposible.
Justo por eso, por ser una invención, el sentimiento patriótico encierra una multitud de peligros. Los políticos argentinos apelaron desde su origen a esta idea patrimonial de país, que viene del siglo XIX, cuando la Argentina se forjó como nación autónoma. El discurso caló en el ámbito político (la independencia) y se convirtió en uno de los pilares del imaginario común. Todavía está presente. La nación es la casa de todos. Desde que sobrevino el famélico corralito (cuyo cerco hemos estado a punto de vivir ahora en España) esta ficción fundacional se resquebrajó: los ciudadanos salían a la calle, con cacerolas y pancartas, para protestar ante las puertas de la residencia-institución. Molestaban: la realidad siempre es impertinente. Y los peronistas decidieron entonces poner esta barrera artificial de seguridad alrededor de la mítica finca. Gobernaban (más bien robaban) por el bien del pueblo, pero cuando el pueblo se enteraba y reaccionaba se encerraban en jaulas de hierro para aislarse de la multitud.
En Sevilla vamos por el mismo camino. Aunque lo nuestro es algo más doméstico. Casi entrañable. Tanto las vallas como el peronismo. Las cercas que utilizó este viernes el gobierno local para proteger de los manifestantes al Consistorio son las propias de la tierra: las mismas que se usan para regular el paso de las cofradías o cortar una calle. Vallas de medio cuerpo, menos agresivas que las argentinas, pero con idéntica función: mantener a la gente, sobre todo si está enfadada, a una distancia prudencial. Paradójicamente, la decisión de acordonar el Ayuntamiento contrasta con el acartonamiento definitivo del discurso político del alcalde y la fractura creciente del relato que lo llevó hace casi dos años a la Alcaldía con una mayoría tan excesiva como inútil para los intereses de Sevilla. Lo de Zoido (el efecto, como lo llaman sus huestes) tiene una llamativa vinculación directa con esa obstinación argentina que se llama peronismo patrio.
A pesar de que ha empezado a hacer aguas pronto (por falta de cimientos sólidos) y entró definitivamente en crisis al saltar de escala (con el paso del alcalde a la política autonómica), el zoidismo militante se inspira, de forma probablemente tácita e inconsciente, en los mismos principios que el justicialismo fundado por el general Perón, simbolizado después por la figura de Evita, su primera esposa. La teatralidad es distinta, es cierto, pero la receta resulta bastante análoga: mensajes y gestos de cercanía con la gente (después desmentidos por las vallas), un discurso amable que no se corresponde con los hechos ciertos (y agrios), altas dosis de demagogia y propaganda institucional y la obsesión por posicionarse (para identificarlas como patrimonio político propio) con todas aquellas cuestiones que –se supone– forman la esencia del ser hispalense. O, al menos, de un cierto sentido de la patria en la que (obviamente) los apátridas nunca hemos creído demasiado. Somos gente rara.
La similitud peronista se percibe en varios factores. El primero: la obsesión del equipo de gobierno para que el protagonismo de la gestión municipal sea canalizado en exclusiva hacia la figura del alcalde. En Sevilla tenemos un gobierno unipersonal, ad hominen, casi románico: con un único pantócrator, donde sólo existe un astro-rey y el resto de planetas menores carecen de la más mínima importancia. Es una forma cómoda de evitar posibles competencias venideras (que vendrán; esto resulta inevitable) y, de paso, ayuda bastante a nutrir las necesarias sumisiones internas para poder sobrevivir. El culto al líder es uno de los rasgos del totalitarismo amable que ha marcado todas las etapas recientes de la política argentina.
En Sevilla, la adoración por Zoido (gratuita y de pago; existen las dos y ambas se complementan) adquirió pronto tintes mesiánicos, evangélicos, propios de las sociedades subdesarrolladas y con escaso sentido crítico. Dada la larga tradición de la Iglesia sobre el solar hispalense, el fenómeno recurrió al viejo concepto cristiano de la predestinación, perfectamente asentado en la ciudad. El alcalde, que apela siempre que puede a la biblia como la guía de sus pasos por el mundo, es el nuevo ungido. Aquel que ha venido a salvarnos. Aunque las constantes llamadas a la fe no bastan. Siempre hay herejes sueltos y la historia local enseña que la grey sevillana sólo mantiene sus creencias por pragmatismo. En función de cómo sean las recompensas que obtenga por asumir el dogma dominante. Es necesario, pues, asentar los milagros diarios con otros elementos –digamos– estructurales del alma sevillana, donde el concepto clásico de tribu es dominante y la individualidad un patrimonio de escasísimo rédito.
No es por eso un elemento casual que el populismo que guía los destinos políticos del gobierno local haya visto en el deporte, las tradiciones, los espectáculos lúdicos y el patrimonio histórico posibles banderas de ocasión con las que poder apuntalar definitivamente el azar de la mayoría absoluta, que acaso haya dejado ya de existir aunque no podamos salir de dudas definitivamente hasta dentro de dos años. Desde que accedió al cargo, la política de Zoido sólo ha buscado resaltar su figura vinculándola con la visión más tradicionalista de Sevilla, como si no existieran otras ciudades posibles, incluso deseables, sin necesidad de anular a ninguna otra.
El regidor comenzó reivindicando la estética de-toda-la-vida con el pretexto de las farolas de la Plaza del Pan, jaleado por los monaguillos de su séquito. Desde entonces no ha parado. Organizó la final de la Copa Davis, con un coste de un millón de euros para las paupérrimas arcas públicas que aún no se ha recuperado. Concedió, al igual que sus antecesores, un trato fiscal de favor a los dos equipos de fútbol de Sevilla (deudores tributarios reiterados) para atraerse la simpatía de sus aficiones; organizó un concurso de cantantes por los distritos (la famosa Operación Talento) y proclamó con vehemencia la celebración ortodoxa de la Navidad como principio rector de la temporada de invierno en Sevilla. Salvo cargarse el Caixaforum de las Atarazanas y derogar el Plan Centro, no ha hecho otra cosa más que situarse sobre los nudos por los que (cree) discurre la opinión supuestamente mayoritaria de los sevillanos.
Pan no está dando demasiado (su gobierno está aplicando la política de recortes que viene marcada desde la Moncloa, pero a cámara muy lenta) pero circo no nos falta casi ningún día del año: campeonatos de baloncesto, cruceros con millonarios imaginarios, mapping con nieve y hasta villancicos a coro. Ahora, cabalgata epifánica. Nadie es tan ingenuo para perdirle a Zoido alta cultura (eso era cosa de Soledad Becerril, que amaba Salzburgo), sino tan sólo un poco de buen gusto y sentido de las prioridades. Parece imposible.
El último descubrimiento de su comando peronista ha sido la cuestión patrimonial. La defensa de la Sevilla de siempre, la de las esencias, que está en peligro constante. Curiosamente por culpa, en demasiadas ocasiones, de aquellos mismos que dicen defenderla tanto. La bandera patrimonial es en todo caso un fruto tardío: apareció como la vía de escape tras el sainete de la Torre Pelli, donde el alcalde empezó cuestionando el rascacielos del Sur de la Cartuja y terminó defendiéndolo, a brazo partido, y con conseguidores incluidos, por los pasillos de la congregación de la Unesco en San Petersburgo.
El enterramiento del CaixaFórum, planeado para provocar una afrenta mayor con la Junta, y contra la Sevilla que cree que existe vida inteligente extramuros, se planificó sobre esta premisa. Igual tesis explica el recurrente capítulo del Palacio de los Marqueses de la Algaba, rehabilitado en tiempos del PA con los fondos europeos del Plan Urban, y que el concejal del ramo de las subvenciones, Beltrán Pérez, parece haber construido él mismo piedra a piedra dada la reiteración con la que una y otra vez nos vende su recuperación. En su honor hay que decir que abrirlo para actividades culturales es una magnífica iniciativa, aunque esto no le permite reescribir a capricho la historia. El mudéjar, igual que la navidad, no lo ha inventado el equipo de gobierno. Ni la rehabilitación del edificio es mérito alguno del PP. La obra la hizo Alejandro Rojas Marcos.
Todo peronismo, incluso esta versión amable, sevillana y campechana que representa Zoido, capaz de tomarse una cerveza con los vecinos de los barrios al igual que Perón confraternizaba (vía sindical) con las masas argentinas, a las que hacía confundir la caridad con justicia social, necesita renovar cada tiempo las banderas para que no se desgaste la ficción sobre la que se sustenta. No sabemos aún cuál será la próxima excusa. El motivo elegido. El repertorio, en todo caso, se agota demasiado rápido. Sevilla, concebida como un organismo pétreo en lugar de como una ciudad múltiple, tiene escasas lecturas y casi todas están gastadas: la espada de San Fernando, los Seises, el Alcázar, el Corpus, las tapas (aunque sean en mercados gourmet) y las constantes apelaciones a que somos la mejor ciudad del mundo forman parte de un discurso plenamente amortizado. No funcionan. La realidad de la crisis y la desesperanza es demasiado intensa para que estos señuelos fáciles cuajen de forma perdurable, pese a sus numerosos aficionados. Costumbristas, incluidos
Por eso debemos acaso permitirnos el lujo de ser optimistas. En el fondo, en mitad del agujero negro en el que vivimos, quizás hayamos empezado a mejorar sin darnos cuenta, en silencio, sin previo aviso. Si este peronismo sevillano ya no funciona con plenas garantías de éxito, como se vio en el caso del CaixaFórum, donde en el Ayuntamiento esperaban vítores y cosecharon una reprobación tal que incluso les hizo contradecirse y cambiar de posición en horas veinticuatro, si sobrevivimos a este apocalipsis diario que destruye todos los cuentos que nos contaron de pequeños, quizás podamos dejar de ser la urbe superlativa de todas las leyendas para convertirnos únicamente en una ciudad normal. Ordinaria. Nos irá mucho mejor. Peor ya es imposible.
María José Carmona dice
Muy bueno lo de que hay vida inteligente extramuros. Muy bueno pero, pesimismo en mano, dudo que algún día se den cuenta. Eso no es rentable. Ni peronista, claro. Gracias por este nuevo rato de placer lector, maestro. Un abrazo.
PS: El vídeo no tiene precio. No lo conocía.
ana dice
Buen articulo. Me gusto el comentario de «Nadie es tan ingenuo para perdirle a Zoido alta cultura (eso era cosa de Soledad Becerril, que amaba Salzburgo), sino tan sólo un poco de buen gusto y sentido de las prioridades. Parece imposible»