El español –decía Julio Camba, el maestro del periodismo gallego– es poco amigo de pensar, pero cuando piensa entonces no existe más opinión que la suya. Me acordaba de la frase el otro día cuando las gacetillas locales –los periódicos, al parecer, han muerto definitivamente– glosaban las primeras conversaciones que los grupos políticos del Ayuntamiento han iniciado en busca de un unicornio azul denominado Pacto por Sevilla: un acuerdo institucional para atenuar los males (casi bíblicos) que castigan a esta ciudad de pecados múltiples. La idea, según leo, parte de Juan Espadas, el portavoz socialista en la Plaza Nueva, que intenta marcarle el paso al alcalde –Zoido (Juan Ignacio)– con una oferta política propia, aunque sea sospechosamente similar a la que en el ámbito autonómico cada cierto tiempo plantea cuando se queda sin margen real de acción el político de turno. Griñán, en este caso. Todos aplican el mismo protocolo escolar: insistir en que es necesario firmar un acuerdo que dé la impresión a los ciudadanos de que los políticos piensan en sus problemas. Cándida ingenuidad.
El elogio al pacto se ha convertido así en el lugar común, el argumento recurrente, de la política patria. Sobre todo en tiempos de crisis. Hay que pactar a toda costa, aunque tan elogiable actitud no vaya acompañada casi nunca de lo que exige cualquier compromiso serio de conducta: una serie de principios ciertos sobre los que discutir y, en su caso, aceptar. Probablemente dicha ausencia se deba a la falta de criterio del Ayuntamiento, donde la agenda política del gobierno consiste en certificar lo obvio: la navidad empieza más o menos a mediados de diciembre y el mudéjar es un estilo arquitectónico de inspiración árabe. O en seguir, como Proust, rememorando eternamente el sabor la magdalena amarga que simboliza al anterior gobierno municipal, culpable de las siete plagas de Egipto y, por tanto, condenado a arder en el infierno de la propaganda hasta que Zoido despierte del sueño de un éxito que va camino de ser extraordinariamente efímero. Al tiempo.
¿Y qué es lo que hay que pactar? ¿Que se acabe el paro? ¿Que Zoido se decida a gobernar? ¿Acaso que Espadas sea confirmado candidato para que los monaguillos, con la ayuda de los exiliados parlamentarios, dejen de recordar todo el rato que lo suyo puede ser una mera comisión de servicios? Esto no lo explica nadie. Puede incluso que ni lo sepan. Socialistas e IU, cuya sintonía mutua dejó hace mucho tiempo de ser espontánea, piden ahora al gobierno un programa de contrataciones para salvar a los desempleados más vulnerables. Tanta buena voluntad es digna de elogio, pero la propuesta en estos términos parece demencial: la solución al paro estructural de Sevilla no pasa por hacer más contrataciones a cargo de unos presupuestos tan magros que ya ni pueden sufragar los gastos comunes, sino en impedir que las empresas privadas expulsen de sus plantillas, a precios de saldo, a todos aquellos que hayan cumplido los 45 años para sustituirlos (sin perspectivas de futuro y sin derechos) por unos jóvenes cuya vida laboral, con mucha suerte, no durará más de diez años escasos.
El gobierno del PP, en cambio, vincula en exclusiva la solución al paro en Sevilla a la viabilidad de sus dos grandes obsesiones particulares: las recalificaciones urbanísticas de la antigua comisaría de la Gavidia y de la segunda tienda de Ikea en San Nicolás, como si ambas cuestiones fueran a permitir que los 90.000 sevillanos que dependen del Inem para sobrevivir se evaporen de un soplo. La solidez de su argumento desconcierta. Cada uno de los dos bandos, ya se ve, habla del Pacto por Sevilla igual que el mensaje grabado que se escucha cada cierto tiempo por los altavoces de los aeropuertos: por su propio interés y en todo momento.
Mientras tanto, en las oficinas del Sepes se palpa el holocausto laboral de España: los funcionarios intentan mantener a flote a los cientos de parados que las empresas expulsan todos los días de sus plantillas para –dicen– sobrevivir en un entorno adverso, cosa que sólo es cierta en algunos casos muy contados. En otros el proceso es diferente: consiste en aprovechar la coyuntura, y la legislación, para abaratar costes ante la incapacidad de generar ingresos sin subvenciones. En metálico o en especie. Llámense cursos de formación o ayudas públicas al empleo que, curiosamente, existen desde hace lustros y no terminan con la falta de trabajo. Una gráfica paradoja.
El único pacto útil consistiría justamente en esto: en dejar de usar algo tan grave como el desempleo para ponerse medallas políticas o seguir lucrándose, con el habitual disfraz del paternalismo, con lo que algunos llaman “las políticas activas de empleo”. Lo de Andalucía es de traca: no hay región de España que haya gastado más recursos en programas de formación y cursos empleo y que menos hayan servido para su cometido. ¿Será porque alguien ha desviado todo este dinero a otros fines? ¿O quizás porque quienes reparten el maná prefieren comprar voluntades mediante el pacto con patronal y sindicatos que algunos llaman concertación (de intereses mutuos)?
Entretanto se resuelve la duda –el día que alguien desvele el misterio que todos sospechan alguno se convertirá en estatua de sal, si es que antes no se marcha al Caribe que tan bien describió con su prosa barroca Alejo Carpentier– los próceres sevillanos insisten en perseguir un consenso que se antoja imposible porque la política actual ya ha dado muestras más que suficientes de su incapacidad para entender que la discrepancia lícita y leal, que existe, aunque parezca una flor imposible, es en realidad un patrimonio.
Seamos incorrectos. Digámoslo con claridad. La sabiduría en política no significa acordar cualquier cosa a cualquier precio, sino pensar de forma distinta. Se llama dialéctica y es el único método que existe para avanzar. En un mundo de cuadrillas ideológicas, y en una ciudad llena de apocalípticos e integrados (con apocalípticos que aspiran a integrarse e integrados que querrían pasar por independientes), nadie comprende que el mayor servicio que puede hacer un político a sus representados es discrepar de sus rivales, disentir hasta de su propio partido, si hace falta, y ser él mismo. Para eso además han sido elegidos: para que expresen su opinión (que debiera ser la de sus votantes, no la de su jefe) con libertad. Para que piensen. Para que tengan criterio propio. Para que no renuncien a él. Sólo así nos representarían.
Un político responsable no es el que pacta documentos de intenciones que nunca se convierten en realidad, sino quien discrepa con honestidad intelectual, de forma constructiva. Y lo es por idéntica razón que un político que escucha (al rival, a la gente) y actúa con coherencia y en consecuencia es bastante más útil a la sociedad que otro que solamente proclame desde un púlpito los argumentarios de rigor. ¿Es tan difícil de entender? Nada de esto se comprende. Desde la Santa Transición (origen del sistema que ahora se desmorona con la crisis económica) todo el mundo cree que la simple proclamación de la mera intención de pactar es un valor político supremo, siendo en realidad la muerte de la legítima disidencia democrática.
Montaigne, que fue alcalde, y que renunció voluntariamente al teatro de la vida pública por el amor a sus libros, lo explicó hace ya algunos siglos, por escrito, cuando le preguntaron los motivos por los cuales los juicios ajenos no le afectaban lo más mínimo el ánimo.
“Cuando me contradicen, despiertan mi atención, no mi cólera; quien me contradice, en el fondo me instruye, porque la verdad debería ser la causa común de ambos”.
En Sevilla no necesitamos un pacto de índole retórica, sino algo mucho más complicado. Un cambio de actitud completo. Consiste en aprender a escuchar, oír los argumentos opuestos antes de gritar los propios y razonar. Dejar de jugar a ser los inquisidores del Castillo de San Jorge y, por una vez, sin que sirva de precedente, si quieren, en lugar de hacer tanto teatro decirle a la gente la verdad. Sería un buen comienzo para empezar a arreglar las cosas.
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