Existe una secreta fascinación, diríamos que hasta cierto punto atávica, en la costumbre secular de derribar estatuas, esa práctica de moda entre los últimos revisionistas de la Historia. Ocurre con una intensidad recurrente en el ámbito (siempre minoritario) de la literatura. La cosa no debería extrañar a nadie: donde existen más fanáticos y habitan más heterodoxos es en las cofradías que exigen numerus clausus. A menos neuronas, mucho más sectarismo. Por otro lado, es cuento viejo, como diría Günter Grass, que cada generación –cada escritor, en realidad– va construyendo su propia tradición artística a partir de la admiración o la inquisición (estética o literal) de sus precursores predilectos. El ritual acontece como un acto sinfónico de dos movimientos antagónicos, igual que el flujo de la respiración. Comienza con la mímesis voluntaria y, en no pocas ocasiones, termina con el arrepentimiento vehemente. Quizás se deba a que se critica con mayor ahínco aquello que sabemos que nunca podremos llegar a ser. No tanto por envidia, sino porque saberse distintos –como dejó dicho Marco Aurelio– es la única manera de triunfar en un mundo donde los pedestales son atrios consagrados al ejercicio de la vanidad.
Las Disidencias en Letra Global.
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