La primera vez sólo pude llegar hasta el vestíbulo. Era pequeño. Diminuto, si se tiene en cuenta el tamaño de la infame leyenda. Suele ocurrir: la literatura convierte en mayestáticas las cosas más sencillas. El Chelsea, en la 23, entre Octava y Séptima, tenía tras sí toda la literatura (más negra que blanca) del pasado siglo XX. Una joya decadente y sucia en mitad del inmenso Manhattan. Como un faro que recuerda a Nueva York que una vez fue algo más que una urbe de millonarios y turistas; que existió hace no tanto tiempo una ciudad gris, decrépita, llena de yonkis, en la que andar por la calle era toda una aventura. De aquel basurero (donde los detritus humanos salían a dar una vuelta de vez en cuando; sobre todo a la caída de la tarde) se pasó, gracias al alcalde Giuliani, a la capital higiénica que muestra su eterna postal al mundo. Las torres cayeron después.
Monumentalidad en vertical. Nueva York aún sigue siendo, aunque cada vez menos, aquel Nueva York de los sesenta. Hay que saber buscarlo. Al viajero todavía le maravillaba encontrarlo en mitad de los rascacielos y los cines de serie B cuando se dirigía, con un rumbo fijo, a este extraño hogar para los que van sin dirección a casa. Un espacio de descanso para individuos extraños, como rezaba el lema comercial de sus tarjetas. Inquilinos respetables: gente que casi nunca sonríe, crápulas que nunca creyeron en la diplomacia y, en general, una fauna fácilmente agresiva que en realidad lo que hacía no era nada más que intentar protegerse a sí misma. El Chelsea cierra ahora sus puertas de forma indefinida hasta que se resuelva su futuro. El New York Times dice que un inversor lo ha comprado por unos 80 millones de dólares y planea reformarlo, aunque la operación no está cerrada. En todo caso, el hotel colgó el sábado el maldito cartel: no vacancy. Parece cosa hecha. Los residentes permanentes –cien– de momento no van a salir de allí, pero ningún huésped más podrá entrar. Es el fin de una era.
El establecimiento, que abrió en 1884 como cooperativa residencial, y que es hotel desde 1905, resultaba relativamente barato (dado los precios de Nueva York; muy caros de baja calidad) y confortable si uno no esperaba encontrar el Waldorf Astoria. Ni las puertas cerraron nunca bien ni el suelo dejaba de crujir al caminar. Las cañerías cantaban y las estufas tosían. Las chimeneas de las habitaciones eran agujeros negros. Los baños conservaban cierto aire decimonónico, mayormente por los usos inconfesables que fueron dándoles los sucesivos clientes. El mobiliario se completaba con sillas destartaladas, camas de colchas reales y espejos, siempre rotos, que reflejaban el humo del tiempo, que siempre es amarillo. Como la nicotina. El Chelsea era una galería infinita de leyendas. El sitio donde había que ir, al menos una vez en la vida, si uno había leído ciertas cosas, escuchado determinados discos y donde, si la cartera lo permitía, había que dormir. O intentarlo, porque desde la época de Warhol –que rodó su Chelsea Girls en una de sus habitaciones– conciliar el sueño allí era bastante difícil.
La seguridad detrás de sus paredes era un concepto bastante relativo: podías salir al bar de la esquina a tomar una cerveza –irlandesa, por supuesto– y al volver encontrarte la puerta de la habitación reventada. Tus vecinos igual se revelaban como unos ladrones que como asesinos. O ambas cosas. La historia oficial lo sitúa como embajada de la contracultura antes de la contracultura. Donde Dylan Thomas sufrió sus últimas grandes curdas tras dejar el White Horse –que es un bar; pero también un whisky–. Donde Arthur C. Clarke escribió 2001. Odisea del Espacio. El refugio de Arthur Miller. El nido carnal de Leonard Cohen y Janis Joplin. La cámara oscura donde murió Syd Vicious tras apuñalar a su novia, narcotizado por la heroína que le inyectó su propia madre. La lista de truculencias es infinita. Entre todas las opciones, me quedo con la habitación donde Dylan, según confesión propia, escribió Sad Eyed Lady of de Lowlands y, definitivamente, se convirtió en un nuevo Homero después de haber sido algo así como la reencarnación de Rimbaud. Epifanía perfecta en honor de una mujer misteriosa. La mejor canción de amor que uno ha oído en su vida. Un himno que logra que el tiempo se detenga y convierte a quien lo escucha, por un instante, en eterno.
El mayor patrimonio del Chelsea era él mismo. Vivo y abierto. Muchos de sus famosos inquilinos murieron antes de tiempo. Otros cambiaron sus habitaciones con sofás raídos por mansiones de lujo. El luminoso de neón rojo de la fachada los había sobrevivido a todos. Hasta el sábado. Se terminaron los dos ritos obligatorios que seguíamos al llegar: pelearnos con sus porteros, de natural bordes, y hacer el viaje anual por su inmensa escalera de hierro, por la que se ascendía, gustoso, como si se fuera hacia el cadalso, mirando los cuadros que un día sirvieron para pagar la cuenta a quienes allí averiguaron que la existencia no es sino una broma pasajera. Gente de la que ya no hay. En Argentina los llaman fronteras. Población carcelaria. Muchachos con cara de ancianos. Viejos sabios que, como los niños, un día confundieron la belleza con una botella y una jeringuilla. Si el diablo tuviera un hogar en la tierra, probablemente sería una de sus viejas suites. Pasé varias semanas en una de ellas. Un hogar ideal. El hotel no te engañaba porque era igual que la vida. Una enorme mansión apolillada. No prometía lo que no daba. Era un caritativo refugio para desposeídos. Satán lo bendiga
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[3 Agosto 2011]
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