Los periodistas sabemos de antemano que nuestro destino no es el Monte Parnaso, el imaginario hogar de los grandes poetas clásicos. Lo nuestro, si hay suerte, es un humilde rincón del Infierno del Dante. Y a Dios gracias. Es lo que tiene lidiar todos los días con la cruda realidad: no hay tiempo disponible para los juegos líricos ni el cultivo de las flores extrañas. La cosa es ya, aquí, ahora. Sin tiempo y (casi) sin pensar. Y, sin embargo, en esa urgencia, propia de un oficio post-industrial que se desangra, reside la mayor eternidad que imaginarse pueda: la de lo inestable. El periodismo es una literatura milagrosamente perdurable que se basa en la fugacidad. Un género tan frágil como inequívocamente moderno, a cuya estirpe se acogen aquellos que saben que para aprender a escribir no hay más escuela que hacerlo un día tras otro, como un galeote. Y el único sitio en el que –antes– pagaban por perder tan divinamente el tiempo son los periódicos, donde la prosa entra con sangre.
Las Disidencias del martes el #LetraGlobal
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