El canto fúnebre ha durado una semana. Amigos y enemigos entonando juntos la elegía: la endecha por el amigo perdido, el homenaje al compañero de noches eternas que no volverá, la historia del vate cabizbajo. La sordera como estética. Es la tiranía de los obituarios: te sacan de tu mundo y te enfrentan a la dura realidad. Siempre con la misma advertencia: tus horas están contadas, el calendario no se detendrá, los días son efímeros.
La muerte de Fernando Ortiz, sevillano y poeta, sobrio en sus costumbres postreras, condiciones éstas que no van siempre unidas por mucho que algunos sean capaces de construir una tradición lírica con el Guadalquivir como pretexto, ha sido un acontecimiento hondamente sentido en el ámbito ilustrado. Sevilla no cuenta con poetas verdaderos desde hace mucho tiempo. Hay gente que escribe versos, por supuesto. Incluso poemarios infames. Pero ser un poeta es una cosa bastante diferente: implica una determina actitud ante la vida que no se adquiere tan sólo con desearlo, sino que requiere un esfuerzo casi titánico. La primera obligación consiste en dejar de comer. La segunda, en soportar que te ignoren. Después, quizás, triunfes y logres algún lector. Pobre, por supuesto.
No voy a escribir del Ortiz poético ni del personaje noctívago cuyas famosas hazañas otros cuentan con admiración confesa. En realidad, tampoco tengo pruebas: no pertenezco a escuela alguna ni soy socio de ninguna de las tribus literarias hispalenses. A Fernando Ortiz lo conocí apenas como un vulgar paseante, un flaneur que deambulaba por una Sevilla íntima y personal y que, de vez en cuando, se pasaba un rato, siempre de mañana, por los periódicos que entonces había a mano para dejar en mano, como hicieron siempre los viejos escritores españoles, el artículo semanal.
–»Niño, en la puerta hay un señor que dice que es poeta y que viene a entregar un artículo».
Entonces uno salía, inseguro, a recoger los dos folios de rigor, aparentemente perpetrados con una facilidad pasmosa, pero que quizás habían costado sangre. Allí habitaba el tesoro: la palabra justa. Ortiz se quitaba la gorra –fue coqueto hasta el final–, preguntaba cómo iba todo por el periódico –¿para qué decirle que siempre iba mal?– y se marchaba por donde había venido. Estos días he leído que hay quien dice que no fue un personaje simpático. Justamente por eso siempre me pareció un gran tipo. Lo traté primero en El Correo de Andalucía, donde estuvo algunos años escribiendo artículos de opinión en los que no opinaba, y después, de forma más efímera, en Diario de Sevilla, donde repetió durante un tiempo el mismo ceremonial, aunque con peor fortuna, cosa que en aquella casa al final ha sido el destino más común.
Oigo ahora que algunos lo describen como un poeta vinculado a la escuela de Cernuda, que no es sino la reformulación hispánica de una retórica inglesa que, paradójicamente, en realidad es norteamericana, pues sus padres peregrinos fueron T.S. Eliot y Ezra Pound, estadounidenses ambos, aunque eligieran Europa para su dispar exilio. Ortiz, en mi opinión, pertenecía a esta estirpe de escritores sevillanos que cuentan la ciudad a través de su propia infancia, algo que en Sevilla es casi un subgénero literario, no siempre brillante, porque las confesiones, cuando no se sabe sujetar el corazón, dan muchos disgustos.
Él sabía hacerlo con voluntad de estilo. Era un prosista elegante al que se le notaba el espíritu del verso. Ahora que se ha muerto ya no puedo darle las gracias por haberme enseñado, por supuesto sin saberlo, el secreto de la verdadera sintaxis, esa condición del alma que decía Paul Valery. La sintaxis literaria sólo es posible aprenderla de los escritores. Nadie más la domina igual. La gramática para esto no sirve como muleta. Emilio Alarcos sostiene, y con razón, que cualquier gramática siempre termina o empieza por ser normativa. Y cuando se es joven se odian las normativas: se cree que la verdad tan sólo reside en el corazón. No es que sea del todo incierto porque Rubén Darío dejó dicho que “la sinceridad siempre es potencia”, pero tampoco se trata de una regla exacta o científica. De los gramáticos pues conviene fiarse lo justo. “No por casualidad”, explica Alarcos, “fueron equiparados con los fariseos hace dos mil años”.
A escribir, decía, sólo pueden enseñarnos los escritores, preferentemente los poetas. A mí me tocó aprenderlo a pequeños sorbos, en dosis contadas, cuando todas las semanas, por orden de un redactor jefe –Antonio Avendaño, un tipo de Albacete, lo cual ya marca carácter–, que quizás no sabía el regalo que me hacía, o probablemente sí, me dedicaba a editar los artículos de Fernando Ortiz. Era un columnista hábil, dotadísimo: siempre escribía de lo que quería en lugar de hacerlo sobre lo que debía. Tenía además una tendencia natural hacia el memorialismo, un registro que dominaba sin incurrir en el habitual costumbrismo sevillano –vade retro Satanás–. Creía, sin convertirlo en dogma, en aquello que una vez dijo el catalán Josep Pla: “Una página de opinión la escribe cualquiera; un artículo literario no”. Jamás lo he olvidado. Fernando Ortiz escribió sobre el poeta Muñoz Rojas lo siguiente: “No sabía decir si me han enseñado más sus palabras o sus silencios”. Lo suscribo. Es el mejor epitafio que podemos dedicarle desde la cofradía difusa de los desconocidos.
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