En Sevilla tenemos una curiosa costumbre indígena: contamos los días que faltan para el comienzo de la Semana Santa. Es un ritual como otro cualquiera: igual daría que contásemos ovejas –que es lo que recomendaban de niños para dormir– que acequias lorquianas. La cuestión es contar algo y entretenerse con el vacío de los dígitos. Los bares tienen pizarras, como los casinos, por si alguien se pierde con esta singular cuenta atrás, un deadline en versión hispalense que los costumbristas enseñan henchidos de orgullo a los turistas y a los que, igual que en los poblachones rurales, aquí se conocen con el calificativo de forasteros.
–Mire usted, ahí, en la pizarra. No cabe duda: quedan cien días para el Domingo de Ramos.
–¿Y?
–Pues que el Domingo de Ramos es el alfa y omega de la sevillanía.
Y todo en este plan. En realidad, se trata de una costumbre benigna: no hace daño a nadie. Cada uno puede esperar lo que buenamente quiera o ansíe. Las devociones son tan libres como las opiniones. Otra cosa distinta es que sirvan para algo. Como el tiempo tiene la costumbre de no volver sobre sus pasos, el Domingo de Ramos siempre termina llegando. Entonces al costumbrismo patrio pone elegíaco.
–Es un día egregio, reluciente, enternecedor, pero no es igual que aquellos Domingos de Ramos de mi infancia, cuando mi padre nos vestía a todos los hermanos (de la familia) de nazarenos para salir en La Borriquita, cruzando ese barco de madera gastada que es la rampla –aquí se dice así– del Salvador.
Hay gente a la que se le saltan las lágrimas al oír declamar, ante un atril historiado, barroco, por descontado, estos relatos de la infancia detenida, del tiempo congelado. Una modalidad más de las particulares perversiones sevillanas: cada uno se castiga el hígado con lo que prefiere. El problema –me temo– es cuando este costumbrismo atávico, donde la costumbre simplemente es un pretexto que se inventa para justificar cualquier cosa que convenga, se eleva a rango público. Lo que en el ámbito íntimo puede ser un sentimiento bondadoso, a la luz pública se convierte en algo bastante parecido a un merengue de nata lleno de hormonas. No digamos ya cuando un político lo eleva al rango institucional.
Es justo lo que esta semana ha hecho Zoido (Juan Ignacio), que el viernes, que aún no era Viernes de Dolores, que se sepa, sino tan sólo víspera de la Epifanía, se le ocurrió anunciar en su twitter (que es donde ahora se dan los pregones) que “sólo” quedaban cien días “para que comience la gran fiesta de Sevilla”. Y añadía el regidor en tono lírico: “Soñamos con una Semana Santa esplendorosa y soleada”. Habría que preguntarse a quién se refiere el alcalde cuando habla en primera persona del plural. ¿A él mismo en tono mayestático, como el Papa? ¿A todos los sevillanos? No es por ir a contracorriente, que también, pero el regidor hispalense representa a toda la ciudad, que no es lo mismo que aquello de “toda Sevilla”, que ya sabemos que es otra cosa distinta. En consecuencia, este tipo de proclamas, igual que sus habituales invocaciones a la fe católica, deberían medirse en un canal institucional si alguien no quiere incurrir en esa forma de exclusión que consiste en incorporarte, sin preguntar, a la tropa. No todos somos iguales.
Está bien que el alcalde venda las bondades de la Fiesta Mayor de Sevilla a quien le parezca. Distinto es que piense que todos sentimos lo mismo por esta manifestación religiosa y cultural que representa al mundo de las hermandades, que no es un derroche de virtudes personales. A Zoido, obviamente, le pierde su afán por hacerse el simpático: vuelve a estar en campaña después de dos años de sentarse en la Alcaldía pero sin haber gobernado ni un solo día. Necesita congraciarse con aquellos que puedan valorar este tipo de gestos, lo cual no deja de ser llamativo si se tiene en cuenta que no hace tanto demasiado sus predicadores –a sueldo– nos recordaban que en las procesiones era vitoreado como un santo. Las cosas, por lo que se ve, han cambiado. Será por algo.
No es obviamente un estudio científico, pero un termómetro sobre la actual valoración política del alcalde es la respuesta obtenida en las propias redes sociales, a las que tan aficionados son sus particulares monaguillos. Muchos retuitearon el mensaje del alcalde. Otros, en cambio, lo criticaron sin piedad por considerar –no sin cierta razón– que con la pléyade de problemas que tiene en Sevilla resulta algo frívolo que un gobernante –que debería ser algo más que un político– se entretenga haciendo lo mismo que hacen los camareros en ciertos bares profundos de la Sevilla de serrín mojado: contando el tiempo que resta para las denominadas vísperas del gozo, como las llaman los titulares de la sevillanía militante, ese tipo de especimen que siempre habla (de los demás) por detrás, en lugar de hacerlo de frente; expresión que, en su particular diccionario mental, por lo visto sólo pueden usar los capataces de los pasos. La cosa es muy sencilla. Se resume así: contar el calendario hacia atrás es una extraña manera de lograr que Sevilla avance. Punto.
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